Derechos 2005 Aleida March, Centro de Estudios Che Guevara y Ocean Press. Reproducido con su permiso. Este material no se debe reproducir sin el permiso de Ocean Press. Para mayor información contactar a Ocean Press a: [email protected] o a través de su sitio web en www.oceanbooks.com.au
exploración circunvalatoria
Junín de los Andes, menos afortunado que su hermano lacustre, vegeta en un total olvido de la civilización, sin que alcance a sacudir la monotonía de su vida sedentaria el intento de agilización que significan en la vida del pueblo los cuarteles que allí se construyen y en donde trabajan nuestros amigos. Digo nuestros, porque ya en tan poco tiempo pasaron a serlo míos también.
La primera noche fue dedicada a las remembranzas del lejano pasado de Villa Concepción, matizado con botellas de tinto en profusión inacabable. Tuve que abandonar la partida, falto de training, pero dormí como un lirón para aprovechar la cama.
El otro día fue dedicado a arreglar algunos desperfectos de la moto en el taller de la compañía donde trabajaban nuestros amigos, pero a la noche, la despedida de la Argentina que nos hicieron fue magnífica: un asado de vaca y cordero, con una riquísima ensalada y unos bollitos con grasa, de rechupete.
Después de varios días de holgorio partimos despedidos por los múltiples abrazos de la muchachada tomando el camino del Carrué, un lago de la región. La ruta es malísima y la pobre moto bufaba en los arenales, mientras yo la pechaba para ayudarla a salir de los médanos. Los primeros cinco kilómetros nos llevaron una hora y media, pero luego mejoró el camino y pudimos llegar sin tropiezos al Carrué chico, una lagunita de agua verde rodeada de cerros agrestes de vegetación frondosa, y tiempo después, al Carrué grande, bastante extenso pero lamentablemente imposible de recorrer en moto ya que tiene sólo un camino de herradura que lo costea y por donde los contrabandistas de la región pasan a Chile.
Dejamos nuestra moto en la casilla del guardabosque, que estaba ausente, y nos encaminamos a escalar un cerro que está enfrente mismo al lago. Pero se avecinaba la hora de comer y sólo había en alforjas un pedazo de queso y alguna conserva. Un pato pasó volando sobre el lago; Alberto calculó la ausencia del guardabosque, la distancia a la que se hallaba el ave, las probabilidades de multa, etc., y tiró al vuelo: tocado por un golpe maestro de la buena suerte (no para él), el pato cayó en las aguas del lago. Enseguida se planteó la discusión sobre quién habría de buscarlo. Perdí y me lancé al agua. Parecía que unos dedos de hielo me agarraran por todo el cuerpo, hasta impedirme casi el movimiento. Con la alergia al frío que me caracteriza, esos veinte metros de ida y otros tantos de vuelta que nadé para cobrar la pieza que Alberto derribara, me hicieron sufrir como un beduino. Menos mal que el pato asado con el habitual condimento de nuestra hambre, es un manjar exquisito.
Tonificados por el almuerzo emprendimos la trepada con todo entusiasmo. Desde el primer momento tuvimos de molestos acompañantes a los tábanos, que no cesan un momento de revolotear y picar si pueden, sobre uno. La ascensión fue penosa debido a la falta de equipo adecuado y de experiencia de nuestra parte, pero luego de fatigosas horas llegamos a la cima del cerro, de donde, para nuestro desencanto, no se admiraba ningún panorama: los cerros vecinos tapaban todo. Hacia cualquier punto que se dirigiera la vista se tropezaba con un cerro más alto que la obstruía.
Después de algunos instantes de chacota en las manchas de nieve que coronaban la cima nos dimos a la tarea de bajar, apremiados por la noche que se venía encima.
La primera parte fue fácil, pero luego el arroyo por cuya garganta descendíamos empezó a convertirse en un torrente de paredes lisas y piedras resbaladizas que hacían difícil el caminar sobre ellas. Debimos meternos entre los mimbres de la ladera y llegar finalmente a la zona de la caña, intrincada y traicionera. La noche oscura nos traía mil ruidos inquietantes y una extraña sensación de vacío a cada paso que dábamos en la oscuridad. Alberto perdió las antiparras y mis pantalones “buzo” estaban convertidos en harapos. Llegamos, al final, a la zona de los árboles y allí cada paso había que darlo con infinitas precauciones ya que la negrura era enorme y nuestro sexto sentido se había sensibilizado tanto que percibía abismos cada medio segundo.
Después de horas eternas asentamos nuestras plantas en una tierra barrosa que reconocimos como perteneciente al arroyo que desagua al Carrué, casi inmediatamente desaparecieron los árboles y llegamos al llano. La enorme figura de un ciervo cruzó como exhalación el arroyo y su figura plateada por la luna saliente se perdió en la espesura. Un palpetazo de “naturaleza” nos dio en el pecho. Caminábamos despacio temerosos de interrumpir la paz del santuario de lo agreste en que comulgábamos ahora.
Vadeamos el hilo de agua cuyo contacto nos dejó en las pantorrillas las huellas de esos dedos de hielo que tanto me desagradan y llegamos al amparo de la cabaña del guardabosque, cuya cálida hospitalidad nos brindó unos mates calientes y unos pellones en donde acostarnos hasta la mañana siguiente. Eran las 12:35 am.
Hicimos despaciosamente el camino de vuelta que cruza lagos de una belleza híbrida comparada con la del Carrué y llegamos finalmente a San Martín, donde don Pendón nos hizo dar diez pesos a cada uno por el trabajo en el asado, antes de salir con rumbo sur.
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