OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

HISTORIA DE LA CRISIS MUNDIAL

 

1905-1914: EUROPA PRE-BELICA

 

Todo el período que concluye con la declaratoria de guerra se caracteriza, no obstante la política de deliberada preparación bélica, por una aparente afirmación de las fuerzas democráticas y pacifistas. No existía ninguna sería garantía jurídica para el mantenimiento de la paz. Pero se confiaba optimistamente en que el solo progreso moral e intelectual de los pueblos europeos constituía un dique inexpugnable frente al oleaje de las pasiones nacionales. La paz estaba protegida, en la opinión de la mayoría, por una nueva conciencia internacional. La política exterior de todas las grandes potencias se atribuía como fin supremo la paz. Y el propio Kaiser Guillermo II, tan proclive a los desplantes marciales, gustaba de la pose pacifista.

La democracia liberal-burguesa se encontraba en su apogeo en Occidente. Y estaba tan segura de sus propias fuerzas, que no parecía preocuparla demasiado el hecho de que el equilibrio europeo dependiese en gran parte de estados co­mo Rusia zarista, donde la política extranjera estaba completamente en manos de una monar­quía absoluta, fuera de todo control parlamenta­rio. El poder e influencia de los partidos socia­listas habían aumentado incesantemente. La im­plantación del sufragio popular parecía destina­da a transferir gradualmente el dominio del par­lamento a los socialistas.

Este se presentaba como otro poderoso factor de paz. Pero, de una parte, la ascensión electo­ral del proletariado no se había operado sin un progresivo aburguesamiento de los partidos so­cialistas y de sus representaciones parlamenta­rias; y, de otra parte, a medida que el socialis­mo se había convertido en un movimiento de ma­sas, con activa participación en la política de ca­da país, su organización internacional, en apa­riencia acrecentada, descansaba, en cuanto a soli­daridad revolucionaria e internacionalista, en un complicado juego de compromisos. En los princi­pales congresos de la Internacional, anteriores a 1914, se planteó con apremio la cuestión de las medidas que debían emplear los partidos socialis­tas contra la guerra, en caso de inminencia bé­lica, pero no se llegó a conclusiones concretas. La política de la Internacional se basaba en una excesiva autonomía de sus secciones en los asun­tos nacionales, y era imposible que este meca­nismo no afectara a su coordinación y disciplina en materia internacional.

El Imperio Británico había consolidado su he­gemonía mundial. Las finanzas, el comercio y las ideas británicas dominaban directa e indirec­tamente en todas partes. Inglaterra había cele­brado con Rusia y Francia un pacto de alianza que ponía a sus flancos a estas dos potencias, después de muchos años de tradicional hostilidad o desconfianza. Tenía, independientemente, un tratado de alianza con el Japón que, en virtud de este pacto, asumía, tácitamente, la función de gendarme de reserva del imperialismo inglés en el Extremo Oriente. Estados Unidos no aspiraba, por el momento, sino a proseguir su estupendo desarrollo económico nacional que ofrecía aún un campo de inversiones al capital europeo. El imperio yanqui, aun formulado ya su evangelio expansionista, distaba mucho de anunciarse como un victorioso rival del Imperio británico. La ame­naza venía de Alemania que, en veloz progreso industrial y económico, hacía a la Gran Breta­ña, en gran número de mercados, una competen­cia cada vez más inquietante. Alemania se sen­tía destinada a conquistar el primer puesto. Esta era una convicción en la que acompañaban al Kaiser así los profesores universitarios corno los capitanes de industria. El libro de Spengler Das Untergang des Abenlandes, es, en cierto aspecto, un reflejo póstumo de la conciencia alemana antes del fracaso de su ilusión imperialista. En Ale­mania, este proceso de desarrollo y expansión capitalista encontraba en la estructura y la men­talidad feudal y militar de la monarquía un in­mediato encauzamiento a la preparación guerre­ra. Menos diestra políticamente que Inglaterra y más limitada por sus posibilidades, Alemania no pudo escoger libremente sus aliados. Tuvo que contentarse con ser el eje de una triple alianza en la que tenía a su lado a Austria e Italia, his­tóricamente mal avenidas. Su diplomacia no pre­vino, al menos, la posibilidad de un convenio entre Italia y Francia, conforme al cual la prime­ra se obligaba a permanecer neutral, en caso d guerra con una de sus aliadas, si la segunda era agredida. El Canciller alemán sentía tan segura, tan inexpugnable la posición de su patria que, cuando alguien en el Reichstag aludió, al conve­nio, declaró que el Imperio bien podía consentir a su aliada «una pequeña vuelta de vals» con Francia.

Francia, cuya clase dirigente nunca había re­nunciado a una eventual futura reivindicación de Alsacia-Lorena, había hallado en la alianza con Inglaterra, negociada por Delcassé, su más sóli­da garantía contra el prepotente crecimiento ale­mán. En realidad sus dos alianzas, la vinculaban inexorablemente a una política antigermana, a la cual Francia no podría en adelante sustraerse pa­ra actuar según su propio arbitrio. Rusia tenía intereses antagónicos con los Imperios Centrales en los Balcanes y el Oriente, oposición que llegó a pesar en su política más que sus viejos resen­timientos y rivalidades con el imperialismo bri­tánico. Inglaterra desde el momento en que Ale­mania aspiraba abiertamente a reemplazarla en la hegemonía mundial, tenía que dirigir todos sus esfuerzos contra ese Estado.

La política europea reflejaba, simplemente, en todas estas tendencias y problemas, las contra­dicciones de la economía capitalista, arribada a la meta de su desenvolvimiento. Por una parte, la democracia parlamentaria y el sufragio univer­sal, elevaban al gobierno programas y partidos que repudiaban la diplomacia secreta y propug­naban una política de paz, la reducción de arma­mentos y la proscripción de la guerra; por otra parte, el interés imperialista constreñía a los es­tados a anular en la práctica este progreso, continuando y aumentando su preparación bélica.