OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

TEMAS DE NUESTRA AMERICA

 

OBREGON Y LA REVOLUCION MEXICANA*

 

 

El General Obregón, asesinado diecisiete días después de su elección como Presidente de México, condujo a la Revolución Mexicana en uno de sus períodos de más definida y ordenada actividad realizadora. Tenía porte, temple y dones de jefe. Estas condiciones le consintieron presidir un gobierno que, con un amplio consenso de la opinión, liquidó la etapa de turbulencias y contradicciones, a través de las cuales el proceso revolucionario: mexicano concretó su sentido y coordinó sus energías. El gobierno de Obregón representó un movimiento de concentración de las mejores fuerzas revolucionarias de México. Obregón inició un período de realización firme y sagaz de los principios revolucionarios, apoyado en el partido agrarista, en los sindicatos obreros y en los intelectuales renovadores. Bajo su gobierno, entraron en vigor las nuevas normas constitucionales contenidas en la Carta de 1917. La reforma agraria —en la cual reconoció avisadamente Obregón el objetivo capital del movimiento popular— empezó a traducirse en actos. La clase trabajadora consolidó sus posiciones y acrecentó su poder social y político. La acción educacional dirigida y animada por uno de los más eminentes hombres de América, José Vasconcelos, dio al esfuerza de los intelectuales y artistas una aplicación fecunda y creadora.

La política gubernamental de Obregón logró estos resultados por el acierto con que asoció a sus fines, la mayor suma de elementos de reconstrucción. Su éxito no se debió, sin duda, a la virtud taumatúrgica del caudillo. Obregón robusteció el Estado surgido de la Revolución, precisando y asegurando su solidaridad con las más extensas y activas capas sociales. El Estado, con su gobierno, se proclamó y sintió órgano del pueblo, de modo que su suerte y su gestión dejaban de depender, del prestigio personal de un caudillo, para vincularse estrechamente con los intereses y sentimientos de las masas. La estabilidad de su gobierno descansó en una amplia base popular. Obregón no gobernaba a nombre de un partido, sino de una concentración revolucionaria, cuyas diversas reivindicaciones constituían un programa. Pero esta aptitud para unificar y disciplinar las fuerzas revolucionarias, acusaba precisamente sus cualidades de líder, de con­ductor.

La fuerza personal de Obregón procedía de su historia de General de la Revolución. Esta fuerza era debida, en gran parte, a su actuación militar. Pero el mérito de esta actuación, se apreciaba por el aporte que había significado a la causa del pueblo. La foja de servicios del General Obregón tenía valor para el pueblo por ser la de un General de la Revolución que, al enorgullecerse de sus 800 kilómetros de cam­paña, evocaba el penoso proceso de una epopeya multitudinaria.

Obregón era hasta hoy el hombre que merecía más confianza a las masas. En pueblos como los de América, que no han progresado políticamente lo bastante para que sus intereses se traduzcan netamente en partidos y programas, este factor personal juega todavía un rol decisivo. La revolución mexicana, además, atacada de fuera por sus enemigos históricos, insidiada de dentro por sus propias excrecencias, cree necesitar aún a su cabeza un jefe militar, con autoridad bastante para mantener a raya a los reaccionarios, en sus tentativas armadas. Tiene la experiencia de muchas deserciones, detrás de las cuales ha jugado la intriga de los reaccionarios, astutamente infiltrada en los móviles personales y egoístas de hombres poco seguros, situados accidentalmente en el campo revolucionario por el oleaje del azar. El caso de Adolfo de la Huerta, dando la mano a los reaccionarios, después de haber participado en el movimiento contra Carranza y haber ocupado provisoriamente el poder, ha sido seguido a poca distancia por el de los generales Serrano y Gómez.

Por esto, al aproximarse el término del mandato de Calles, la mayoría de los elementos revolucionarios designó al General Obregón para su sucesión en la presidencia. Esto podía dar a muchos la impresión de que se establecía un turno antipático en el poder. De la resistencia a esta posibilidad, se aprovecharon las candidaturas Serrano y Gómez, trágicamente liquidadas hace algunos meses. Pero la fórmula Obregón, para quien examinase objetivamente los fac­tores actuales de la política mexicana, aparecía dictada, por razones concretas, en defensa de la Revolución.

Obregón no era, ciertamente, un ideólogo, pero en su fuerte brazo de soldado de la Revolución podía apoyarse aún el trabajo de definición y experimentación de una ideología. La reacción lo temía y lo odiaba, no sin intentar halagarlo a veces con la interesada insinuación de suponerlo más moderado que Calles. Moderado y prudente era sin duda Obregón, mas no precisamente, en el sentido que la reacción sospechaba. Su moderación y su prudencia, hasta el punto en que fueron usadas, habían servido a la afirmación de las reivindicaciones revolucionarias, a la estabilización del poder popular.

Su muerte agranda su figura en la historia de la Revolución Mexicana. Quizá su segundo gobierno no habría podido ser tan feliz como el primero. El poder engríe a veces a los hombres y embota su instinto y su sensibilidad políticas.

En los hombres de una revolución, que carecen de una fuerte disciplina ideológica, es frecuente este efecto. La figura de Obregón se ha salvado de este peligro. Asesinado por un fanático, en cuyas cinco balas se ha descargado el odio de todos los reaccionarios de México, Obregón concluye su vida, heroica y revolucionariamente. Obregón queda definitivamente incorporado en la epopeya de su pueblo, con los mismos timbres que Madero, Zapata y Carrillo. Su acción y su vida pertenecieron a una época de violencia. No le ha sido dado, por eso, terminar sus días serenamente. Ha muerto como murieron muchos de sus tenientes, casi todos sus soldados. Pertenecía a la vieja guardia de una generación educada en el rigor de la guerra civil, que había aprendido a morir, más bien que a vivir y que había hecho instintivamente suya sin saberlo una idea que se adueña con facilidad de los espíritus en esta edad revolucionaria: "vive peligrosamente". 

 

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Variedades: Lima, 21 de Julio de 1928.