La última razón de los propietarios, el argumento Aquiles que les garantiza su invencible poder, consiste, según ellos, en que la igualdad de condiciones es imposible. "La igualdad de condiciones es una quimera -dicen en tono pretencioso-; repar- tid hoy los bienes en porciones iguales, y mañana esa igualdad habrá desaparecido."
A esta ridícula objeción, que repiten en todas ocasiones con increíble insistencia, siempre añaden la siguiente glosa, a modo de Gloria patri: "Si todos los hombres fuesen iguales, nadie querría trabajar".
Y cantan esta antífona en diversos tonos: "Si todos fuesen maestros, nadie querría obedecer. Si no hubiese ricos, ¿quién haría trabajar a los pobres?...".
Es cosa de replicarles: y si no hubiese pobres, ¿quién traba- jaría para los ricos?... Pero nada de recriminaciones: vamos a contestar a esas preguntas.
Si yo demuestro que la propiedad es imposible; que la pro- piedad es la contradicción, la quimera, la utopía; y si lo de- muestro no por consideraciones de metafísica ni de derecho, sino por la razón de los números, por ecuaciones y por cálcu- los, ¿cuál no será el terror del sorprendido propietario? Y tú, lector, ¿qué pensarás de ese cambio de ideas?
Los números gobiernan al mundo; este adagio es tan cierto en el mundo moral y político como en el sideral y molecular. Los elementos del derecho son los mismos que los del álgebra. La legislación y el gobierno no son otra cosa que el arte de hacer clasificaciones y equilibrar derechos. Toda la jurispru- dencia está contenida en las reglas de la aritmética. Este capítu- lo y el siguiente servirán para exponer los fundamentos de esta increíble doctrina. Entonces se descubrirá a la vista del lector un inmenso y nuevo horizonte. Entonces comenzaremos a apre- ciar en las proporciones de los números la unidad sintética de la filosofía y de las ciencias, y llenos de admiración y entusias- mo ante esta profunda y majestuosa simplicidad de la Natura- leza, exclamaremos con el apóstol: "El Eterno lo ha hecho todo con sujeción a número, a peso y a medida". Observaremos cómo la igualdad de condiciones, no solamente existe, sino que es la única posible, y cómo la aparente imposibilidad con que se pre- senta la igualdad procede de que siempre concebimos, ya en la propiedad, ya en la comunidad, fórmulas políticas igualmente opuestas una y otra a la naturaleza del hombre. Reconocere- mos, finalmente, que todos los días, contra nuestra voluntad, al propio tiempo que afirmamos que es irrealizable, la igualdad se realiza; que se aproxima el momento en que, sin haberlo procu- rado ni aun deseado, la hallaremos establecida en todas partes, y que con ella, en ella y por ella, debe manifestarse el orden político de acuerdo con la Naturaleza y la verdad.
Se ha dicho, hablando de la ceguera y la obstinación de las pasiones, que si el hombre tuviese algún interés en negar las verdades de la aritmética, hallaría medio para desmentir su exac- titud. He aquí la ocasión de hacer esta curiosa experiencia. Yo impugno la propiedad, no por sus propios aforismos, sino por medio de los números. Que se dispongan los propietarios a com- probar mis operaciones, porque si, por desdicha para ellos, es- tán bien hechas, pueden considerarse perdidos.
Demostrando la imposibilidad de la propiedad, acabaré pro- bando su injusticia; en efecto:
Lo que es justo, con mayor razón será útil.
Lo que es útil, con mayor razón será cierto.
Lo que es cierto, con mayor razón será posible.
Por consiguiente, todo lo que sale de lo posible sale por ello mismo de la verdad, de la utilidad, de la justicia. Puede juzgarse a priori de la justicia de una cosa por su imposibilidad; de suer- te que, si esa cosa fuese absolutamente imposible, sería tam- bién absolutamente injusta.
La propiedad es física y materialmente imposible. A XIOMA . - La propiedad es el antiguo derecho señorial de albarranía que el propietario se atribuye sobre una cosa marca- da por él con su insignia.
Esta proposición es un verdadero axioma, porque:
1º) No es en modo alguno una definición, una vez que no expresa todo lo que comprende el derecho de propiedad: dere- cho de vender, cambiar, donar, transformar, alterar, consumir, destruir, usar y abusar, etcétera. Todos estos derechos son otros tantos efectos diversos de la propiedad, que se pueden conside- rar separadamente, pero que desatendemos aquí para ocupar- nos solamente de uno solo, del derecho de albarranía.
2º) Esta proposición está universalmente admitida. Nadie puede negarla sin negar los hechos y sin ser al instante desmen- tido por la práctica universal.
3º) Esta proposición es de una evidencia inmediata, puesto que el hecho que expresa es inseparable, real o facultativamente, de la propiedad, y por él sobre todo, se manifiesta, se constitu- ye y se afirma esa institución.
4º) Finalmente, la negación de esta proposición implicaría contradicciones. El derecho de albarranía es realmente inhe- rente y de tal modo conexo a la propiedad, que donde no exis- te, la propiedad es nula.
Observaciones. - La albarranía recibe diferentes nombres, según las cosas que la originan: arriendo, tratándose de tierras; alquiler, de las casas y los muebles; renta, de los capitales colo- cados a perpetuidad; interés, del dinero; beneficio, ganancia, lucro, del comercio, cosa que es necesario no confundir con el salario o precio legítimo del trabajo.
La albarranía, especie de tributo, de homenaje tangible y fungible, corresponde al propietario en virtud de su ocupación nominal y metafísica. Su sello está fijado sobre la cosa; esto basta para que nadie pueda ocuparla sin su licencia. Esta licencia puede concederla por nada; de ordinario la vende. En realidad, tal venta es una estafa o una concusión; pero merced a la ficción legal del dominio ese mismo acto, severamente castigado, no se sabe por qué razón, en otros ca- sos se convierte para el propietario en fuente de ingresos y de honores.
La retribución que el propietario exige por la licencia para ocupar la cosa se satisface, ya en metálico, ya en un dividendo en especie del producto calculado. De suerte que por el derecho de albarranía el propietario cosecha y no labra, recoge y no cultiva, consume y no produce, disfruta y no trabaja. Muy dife- rentes a los ídolos del salmista son los dioses de la propiedad.
Aquéllos tenían manos y no tocaban; éstos, por el contrario, no tienen manos y agarran.
Todo es misterioso y sobrenatural en el conocimiento del derecho de albarranía. Se practican ceremonias terribles a la entrada de un nuevo propietario, como en otros tiempos a la recepción de un iniciado. Primeramente se procede a la consa- gración de la cosa, haciendo saber a todos que deben satisfacer una pequeña ofrenda al propietario, siempre que quieran obte- ner de él la concesión de usar de su finca. En segundo lugar, se pronuncia el anatema, que, salvo el caso precedente, prohíbe tocar en absoluto la cosa, aun en ausencia del propietario, y declara sacrílego, infame, ajusticiable, digno de ser entregado al brazo secular, a todo violador de su propiedad. En tercer lugar viene la dedicatoria, por la que el propietario queda reco- nocido como dios protector de la cosa, habitando en ella men- talmente, como una divinidad en su santuario. Por efecto de esta dedicatoria, la substancia de la cosa se convierte, por de- cirlo así en la persona del propietario, siempre presente bajo la apariencia de la cosa.
Ésta es la pura doctrina de los jurisconsultos. "La propie- dad -dice Toullier- es una cualidad moral inherente a la cosa, un vínculo real que la une al propietario y que no puede rom- perse sino por un acto de éste." Locke dudaba si Dios podía crear la materia pensante. Toullier afirma que el propietario la hace moral. ¿Qué le falta para ser divinidad? Ciertamente no será el culto.
La propiedad es el derecho de albarranía; es decir la facul- tad de producir sin trabajar. Pero producir sin trabajar es obte- ner algo de nada, en una palabra, es crear. Esto no debe ser menos difícil que moralizar la materia. Los jurisconsultos tie- nen razón para aplicar a los propietarios estas palabras de la Escritura: Ego dixi: Dii estis et filii Excelsi omnes. He dicho: sois dioses y todos hijos del Eterno.
La propiedad es el derecho de albarranía; este axioma será para nosotros como el nombre de la fiera del Apocalipsis, en cuyo nombre estaba comprendido todo el misterio de ese mons- truo. Sabido es que quien llegase a penetrar el misterio de ese nombre, obtendría el conocimiento de la profecía y vencería al monstruo. Pues bien; por la interpretación exacta de nuestro axioma, lograremos matar la esfinge de la propiedad. Partien- do de este hecho eminentemente característico, el derecho de albarranía, vamos a seguir toda la sinuosa marcha del viejo reptil. Comprobaremos los ocultos crímenes de esta terrible te- nia, cuya cabeza, con sus mil bocas, ha escapado siempre a la espada de sus más ardientes enemigos. Y es que era preciso algo más que valor para vencer al monstruo; estaba escrito que no había de morir hasta que un proletario, armado de una varita mágica, saliera a combatirlo y aniquilarlo.
COROLARIOS . -1°) La cuota de albarranía es proporcional a la cosa. Cualquiera que sea la tarifa del interés, ya se eleve a 3,5 o a 10 por ciento, o se reduzca a 1/2, 1/4 ó 1/10 no importa, su ley de crecimiento es la misma. He aquí cuál es esa ley. Todo capital evaluado en numerario puede ser considerado como un término de la progresión aritmética que tiene por ra- zón 100, y la renta que ese capital proporciona como el térmi- no correspondiente de otra progresión aritmética que tendría por razón la tarifa del interés. Así, siendo un capital de 500 francos el quinto término de la progresión aritmética cuya ra- zón es 100, su renta a 3 por ciento será indicada por el quinto término de la progresión aritmética cuya razón es 3:
100 200 300 400 500
3 6 9 12 15
Es el conocimiento de esta especie de logaritmos, de la que los propietarios tienen en su casa tablas formadas y calculadas en muy alto grado, el que nos dará la clave de los más curiosos enigmas y nos hará marchar de sorpresa en sorpresa. De acuerdo con esta teoría logarítmica del derecho de albarranía, una propiedad con su renta puede ser definida un número cuyo logaritmo es igual a la suma de sus unidades dividi- da por 100 y multiplicada por la tarifa del interés. Por ejemplo, una casa estimada en 100.000 francos y alquilada a razón de 5 por ciento proporciona 5.000 francos de renta, según la fórmula:
100.000 x 5 = 5.000
100 Y recíprocamente, una tierra de 3.000 francos de renta eva-
luada a 2œ por ciento, vale 120.000 francos, según esta otra fórmula:
3.000 x 100 = 120.000
2œ
En el primer caso, la progresión que designa el crecimiento del interés tiene por razón 5, en el segundo tiene por razón 2œ. Observación. - La albarranía conocida bajo el nombre de arriendo, renta, interés, se paga todos los años; los alquileres corren por semana, por mes, por año; los provechos y benefi- cios tienen lugar siempre que hay cambios. De suerte que la albarranía es a la vez en razón de la cosa, lo que ha hecho decir que la usura crece como el cáncer, foenus serpit sicut cancer.
2º) La albarranía pagada al propietario por el detentador es cosa perdida para éste. Porque si el propietario debía, a cambio de la albarranía que percibe, algo más que el permiso que con- cede, su derecho de propiedad no sería perfecto, no poseería jure optimo, jure perfecto, es decir que no sería realmente pro- pietario. Por tanto, todo lo que pasa de manos del ocupante a las del propietario a título de albarranía y como precio por el permiso para ocupar, es adquirido irrevocablemente por el se- gundo, perdido, aniquilado para el primero, al cual nada puede corresponderle, si no es como donativo, limosna, salario de ser- vicios, o precio de mercaderías entregadas por él. En una pala- bra, la albarranía perece para el que toma a préstamo, o, como habría dicho enérgicamente el latino, res perit solventi.
3º) El derecho de albarranía tiene lugar contra el propieta- rio como contra el extraño. El señor de la cosa, al distinguir en sí al poseedor del propietario, se impone él mismo, para el usu- fructo de su propiedad, una tarifa igual a la que podría recibir de un tercero; de suerte que un capital lleva interés a manos del capitalista como a las del que toma el préstamo y a las del comanditado. En efecto, si, en lugar de aceptar 500 francos de alquiler de mi departamento, prefiero ocuparlo y disfrutar de él, está claro que me vuelvo hacia mí de una renta igual a la que rehúso: este principio es universalmente seguido en el comer- cio, y considerado como un axioma por los economistas. Así los industriales que tienen la ventaja de ser propietarios de su fondo de gastos corrientes, aunque no deben intereses a nadie, no calculan sus beneficios más que después de haber deducido, con sus salarios y sus gastos, los intereses de su capital. Por la misma razón, los prestadores de dinero conservan en su poder el menor dinero que pueden; porque todo capital que produce necesariamente interés, si ese interés no es servido por nadie, consumirá capital, que de ese modo se hallará disminuido en otro tanto. Así, por el derecho de albarranía el capital se consu- me a sí mismo: es lo que Papiniano habría expresado sin duda por esta fórmula tan elegante como enérgica: Faenus mordet solidum. Pido perdón por hablar tan a menudo latín en este asunto: es un homenaje que hago al pueblo más usurero que haya existido jamás.
El estudio de esta proposición equivale a hacer el del origen del arrendamiento, tan controvertido por los economistas. Cuando leo lo que la mayor parte de ellos ha escrito sobre este punto, no puedo evitar un sentimiento de desprecio y de cólera al mismo tiempo, al ver un conjunto de necedades donde lo odioso pugna con lo absurdo. Seguramente la historia de un elefante en la luna contendría menos atrocidades. Buscar un origen racional y legítimo a lo que no es, ni puede ser, más que robo, concusión y rapiña, es el colmo de la locura propietaria, el más eficaz encantamiento con que el egoísmo pudo ofuscar las inteligencias.
"Un cultivador -dice Say- es un fabricante de trigo que, entre los útiles que le sirven para modificar la materia de que hace tal producto, emplea un instrumento que llamamos cam- po. Cuando el cultivador no es el propietario del campo, sino solamente su arrendatario, el campo no es un útil cuyo servicio productivo se paga al propietario. El arrendatario, en tal caso, es reintegrado de ese pago por el comprador del producto; este comprador lo hace a su vez de otro posterior, hasta que el pro- ducto llega al consumidor, que es quien en definitiva satisface el primer anticipo y los sucesivos, mediante los cuales el pro- ducto se ha transmitido hasta él."
Dejemos a un lado los anticipos sucesivos, por los que el producto llega al consumidor, y no nos ocupemos en este mo- mento más que del primero de todos, de la renta pagada al propietario por el arrendatario. Lo que interesa saber es en qué se funda el propietario para percibir esa renta.
Según Ricardo, Maccullock y Mill, el arriendo propiamente dicho no es otra cosa que la diferencia entre el producto de una tierra fértil y el de tierras de inferior calidad; de forma que el arriendo no comienza a existir en la primera sino cuando, por el aumento de población, hay necesidad de recurrir al cultivo de las segundas.
Es difícil hallar a esto sentido alguno. ¿Cómo de las cualida- des diferentes del terreno puede resultar un derecho sobre el terreno? ¿Cómo puede nacer de las variedades del humus un principio de legislación y de política? Esta metafísica es para mí tan sutil, que me pierdo cada vez que pienso en ella. Suponga- mos que la tierra A es capaz de alimentar 10.000 habitantes y la tierra B de mantener solamente 9.000, siendo ambas de la misma extensión. Cuando por haber aumentado su número los habitantes de la tierra A se vean obligados a cultivar la tierra B, los propietarios territoriales de la tierra A exigirán a los arren- datarios de ésta el pago de una renta calculada a razón de 10 a 9. Esto es -pienso para mis adentros- lo que dicen Ricardo, Maccullock y Mill. Pero si la tierra A alimenta tantos habitan- tes como caben en ella, es decir, si los habitantes de la tierra A sólo tienen, por razón de su número, lo preciso para vivir, ¿cómo podrán pagar un arriendo?
Si dichos autores se hubiesen limitado a decir que la dife- rencia de las tierras ha sido la ocasión del arrendamiento y no su causa, obtendríamos de esta sencilla observación una pro- vechosa enseñanza, la de que el establecimiento del arriendo había tenido su origen en el deseo de la igualdad. En efecto; si el derecho de todos los hombres a la posesión de las tierras fértiles es igual, ninguno puede, sin indemnización, ser obliga- do a cultivar las estériles. El arrendamiento es, por tanto, se- gún Ricardo, Maccullock y Mill, un método de indemnización al objeto de compensar las utilidades obtenidas y los esfuerzos realizados.
Estoy de acuerdo en que la tierra es un instrumento; pero ¿quién es en ella el obrero? ¿Lo es el propietario? ¿Es éste el que por la virtud eficaz del derecho de propiedad, por esa cualidad moral infusa en el suelo, le comunica el vigor y la fecundidad? He aquí precisamente en qué consiste el monopolio del propie- tario, quien a pesar de no haber creado el instrumento, se hace pagar, sin embargo, su servicio. Si el Creador se presentase a reclamar personalmente el precio del arriendo de la tierra, sería justo satisfacérselo; pero el propietario que se llama su delega- do no debe ser atendido en su reclamación mientras no presen- te los poderes.
"El servicio del propietario -añade Say- es cómodo para él, convengo en ello." Esta confesión es ridícula. "Pero no pode- mos prescindir de él. Sin la propiedad, un labrador se pegaría con otro por cuál de los dos había de cultivar un campo que no tuviese dueño, y entretanto el campo quedaría inculto..." La misión del propietario consiste, pues, en poner de acuer- do a los labradores, despojándolos a todos... ¡Oh, razón! ¡Oh, justicia! ¡Oh, ciencia maravillosa de los economistas! El pro- pietario, según ellos, es como Perrin-Dandin, que llamado por dos caminantes que disputaban por una ostra, la abre, se la come y pone fin a la disputa diciéndoles enfáticamente: El tribunal declara que cada uno de vosotros es dueño de una concha.
¿Es posible hablar peor de la sociedad? ¿Nos explicaría Say por qué los labradores (que a no ser los propietarios, lucharían entre sí por la posesión del suelo) no luchan hoy contra los propietarios por esa misma posesión? Aparentemente, ocurre esto porque aquéllos reputan a los propietarios poseedores le- gítimos, y la consideración de este derecho se impone a su codi- cia. En el capítulo II he demostrado que la posesión sin la pro- piedad es suficiente para el mantenimiento del orden social; ¿sería más difícil aquietar a los poseedores sin dueños que a los arrendatarios con ellos? Los hombres de trabajo que respetan hoy, en su perjuicio y a sus expensas, el pretendido derecho del ocioso, ¿violarían el derecho natural del productor y del indus- trial? Si el colono perdía sus derechos sobre la tierra desde el momento en que cesara en su ocupación, ¿había de ser por ello más codicioso? ¿Cómo había de ser fuente de querellas y proce- sos la imposibilidad de exigir la albarranía y de imponer una contribución sobre el trabajo de otro? La lógica de los econo- mistas es singular. Pero no hemos terminado aún. Admitamos que el propietario es el dueño legítimo de la tierra. "La tierra -dicen- es un instrumento de producción"; esto es cierto. Pero cuando, cambiando el sustantivo en calificativo, hacen esta conversión: "la tierra es un instrumento producti- vo", sientan un lamentable error.
Según Quesnay y los antiguos economistas, la tierra es la fuente de toda producción; Smith, Ricardo, de Tracy, derivan, por el contrario, la producción del trabajo. Say y la mayor par- te de los economistas posteriores enseñan que tanto la tierra como el trabajo y el capital son productivos. Esto es el eclecti- cismo en economía política. La verdad es que ni la tierra es productiva, ni el trabajo es productivo, ni el capital es produc- tivo; la producción resulta de esos tres elementos, igualmente necesarios, pero, tomados separadamente, son todos ellos igual- mente estériles.
En efecto, la economía política trata de la producción, de la distribución y del consumo de la riqueza o de los valores; pero ¿de qué valores? De los valores producidos por la industria humana, es decir, de las transformaciones que el hombre ha hecho sufrir a la materia para apropiarla a su uso, pero no de las producciones espontáneas de la Naturaleza. El trabajo del hombre no consiste en una simple aprehensión de la mano, y sólo tiene valor cuando media su actividad inteligente. Sin ella, la sal del mar, el agua de las fuentes, la hierba de los campos, los árboles de los bosques, no tienen valor por sí mismos. La mar, sin el pescador y sus redes, no suministra peces; el monte, sin el leñador y su hacha, no produce leña para el hogar ni madera para el trabajo; la pradera, sin el segador, no da heno ni hierba. La Naturaleza es como una vasta materia de explota- ción y de producción. Pero la Naturaleza no produce nada sino para la Naturaleza. En el sentido económico, sus productos, con respecto al hombre, no son todavía productos. Los capita- les, los útiles y las máquinas, son igualmente improductivos. El martillo y el yunque, sin herrero y sin hierro, no forjan; el mo- lino, sin molinero y sin grano, no muele, etc. Reunid los útiles y las primeras materias; arrojad un arado y semillas sobre un terreno fértil; preparar una fragua, encended el fuego y cerrad el taller, y no produciréis nada.
Finalmente, el trabajo y el capital unidos, pero mal combi- nados, tampoco producen nada. Labrad en el desierto, agitad el agua del río, amontonad caracteres de imprenta, y con todo esto no tendréis ni trigo, ni peces, ni libros. Vuestro esfuerzo será tan improductivo como fue el trabajo del ejército de Jerjes, quien, según el dicho de Herodoto, mandó a sus tres millones de soldados azotar al Helesponto para castigarlo por haber des- truido el puente de barcas que el gran rey había construido. Los instrumentos y el capital, la tierra, el trabajo, separados y considerados en abstracto, sólo son productivos metafísica- mente. El propietario que exige una albarranía como precio del servicio de su instrumento, de la fuerza productiva de su tierra, se funda en un hecho radicalmente falso, a saber: que los capi- tales producen algo por sí mismos, y al cobrar ese producto imaginario, recibe, indudablemente, algo por nada. Se me dirá: -Pero si el herrero, el carretero, todo industrial, en una pala- bra, tiene derecho al producto por razón de los instrumentos que suministra, y si la tierra es un instrumento de producción, ¿por qué este instrumento no ha de valer a su propietario, ver- dadero o supuesto, una participación en los productos, como les vale a los fabricantes de carros y de coches?
Contestación. - Éste es el nudo de la cuestión, el arcano de la propiedad, que es indispensable esclarecer si se quiere llegar a comprender cuáles son los extraños efectos del derecho de albarranía.
El obrero que fabrica o que repara los instrumentos del cul- tivador recibe por ello el precio una vez, ya en el momento de la entrega, ya en varios plazos; y una vez pagado al obrero este precio, los útiles que ha entregado dejan de pertenecerle. Jamás reclama doble salario por un mismo útil, por una misma repa- ración: si todos los años participa del producto del arrendata- rio, es porque todos los años le presta algún servicio nuevo.
El propietario, por su parte, no pierde la menor porción de su tierra; eternamente exige el pago de sus instrumentos y eter- namente los conserva. En efecto, el precio de arriendo que reci- be el propietario no tiene por objeto atender a los gastos de entretenimiento y reparación del instrumento. Estos gastos son de cargo del arrendatario y no conciernen al propietario sino como interesado en la conservación de la cosa. Si él se encarga de anticiparlos, tiene buen cuidado de reintegrarse de sus des- embolsos. Este precio no representa, en modo alguno, el pro- ducto del instrumento, puesto que éste, por sí mismo, nada pro- duce; ya lo hemos comprobado anteriormente y tendremos oca- sión de observarlo más adelante. Finalmente, el precio no re- presenta tampoco la participación del propietario en la pro- ducción, puesto que esta participación sólo podría fundarse, como la del herrero o la del carretero, en la cesión de todo o parte de su instrumento, en cuyo caso el propietario dejaría de serlo, oponiéndose esto a la idea de propiedad.
Por consiguiente, entre el propietario y el arrendatario no hay cambio alguno de valores ni de servicios. Luego, conforme hemos afirmado, el arrendamiento es una verdadera albarranía, un robo, cuyos elementos son el fraude y la violencia de una parte, y la ignorancia y la debilidad de la otra. "Los productos -dicen los economistas- sólo se compran con productos." Este aforismo es la condenación de la propiedad. El propietario que no produce por sí mismo ni por su instrumento y adquiere los productos a cambio de nada, es un parásito o un ladrón. Por tanto, si la propiedad sólo puede existir como derecho, la pro- piedad es imposible.
La proposición precedente era de orden legislativo; ésta es de orden económico. Servirá para probar que la propiedad, que tiene por origen la violencia, da por resultado crear un valor negativo.
"La producción -dice Say- es un gran cambio. Para que el cambio sea productivo, es necesario que el valor de todos los servicios se encuentre equilibrado por el valor de la cosa produ- cida. Si falta esta condición, el cambio será desigual, el produc- tor habrá dado más de lo recibido."
Pero teniendo el valor por base forzosa la utilidad, resulta que todo producto inútil carece necesariamente de valor, que no puede ser cambiado, y por tanto, que no puede servir para pagar los servicios de la producción. En consecuencia, si la pro- ducción puede igualar al consumo, no debe excederlo nunca, porque no hay producción real sino allí donde hay producción útil, y sólo hay utilidad donde haya posibilidad de consumo. Así, todo producto que por su excesiva abundancia es inagota- ble, es, en cuanto a la cantidad no consumida, inútil sin valor, no cambiable, y por tanto, impropio para exigir por él cual- quier precio: no es un producto.
El consumo, a su vez, para ser legítimo y verdadero, debe ser productivo de utilidad, porque si no lo fuese, los productos que destruye serían valores anulados, cosas producidas para su definitiva pérdida, circunstancia que disminuye el valor de los productos. El hombre tiene el poder de destruir, pero no consu- me más que lo que reproduce. En una justa economía hay, pues, ecuación entre la producción y el consumo. Esto sentado, ima- ginemos una tribu de mil familias ocupando una extensión de- terminada de territorio y privada de comercio exterior. Esta tribu nos representará a la humanidad entera, que, repartida por la faz de la tierra, está verdaderamente aislada. La diferen- cia entre una tribu y el género humano consiste simplemente en las proporciones numéricas, por lo que los resultados económi- cos de una y otra colectividad serán absolutamente iguales.
Vamos a suponer que estas mil familias, dedicadas exclusi- vamente al cultivo del trigo, deben pagar cada año, en especie, una renta del 10 por 100 de los productos a cien individuos particulares escogidos entre ellas mismas. Obsérvese ya que el derecho de albarranía significa una deducción sobre la produc- ción total. ¿A quién beneficiará esa deducción? Al aprovisiona- miento de la tribu no, porque este aprovisionamiento nada tie- ne de común con la renta. Tampoco servirá para pagar ninguna clase de servicios, porque los propietarios, trabajando como los demás, sólo trabajarán para sí. Por último, esa deducción no reportará utilidad alguna a los rentistas, que, habiendo recogi- do trigo en cantidad suficiente para su consumo, y viviendo en una sociedad sin comercio y sin industria, no podrán procurar- se ninguna otra cosa, y no podrán, por tanto, beneficiarse con el importe de sus rentas. En semejante sociedad, quedará, pues, sin consumir el diezmo del producto, y habrá un diezmo de trabajo que no estará pagado: la producción costará más de lo que vale.
Convirtamos ahora 300 productores de trigo en industria- les de todas clases: 100 jardineros y viñadores, 60 zapateros y sastres, 50 carpinteros y herreros, 80 de otras profesiones, y para que nada falte en ella, 7 maestros de escuela, un alcalde, un juez y un cura: cada oficio, en lo que es de su competencia, produce para toda la tribu. Ahora bien; siendo 1.000 la pro- ducción total, el consumo para cada trabajador es de 1. A sa- ber: trigo, comestibles, cereales, 0,700; vino y legumbres, 0,100; calzado y vestidos, 0,060; herramientas y mobiliario, 0,050; productos diversos, 0,080; instrucción, 0,007; administración, 0,002; misa, 0,001. Total, 1.
Pero la sociedad paga una renta anual de 10 por 100, siendo de observar que nada importa que la paguen únicamente los agricultores o todos los trabajadores. El resultado es el mismo. El arrendatario aumenta el precio de sus productos en propor- ción a lo que paga, los industriales siguen el movimiento de alza, y, después de algunas oscilaciones, se establece el equili- brio en los precios, habiendo pagado cada cual una cantidad poco más o menos igual. Es un grave error creer que en una nación únicamente los arrendatarios pagan las rentas; las paga toda la nación.
Afirmo, pues, que, dado el descuento de un 10 por 100 so- bre la producción, el consumo de cada trabajador queda redu- cido de la manera siguiente: Trigo, 0,630; vino y legumbres, 0,090; ropa y calzado, 0,054; muebles y utensilios, 0,045; otros productos, 0,072; instrucción, 0,0063; administración, 0,0018; misa, 0,0009. Total, 0,9.
El trabajador ha producido 1 y no consume más que 0,9; pierde, por tanto, una décima parte del precio de su trabajo, y su producción le cuesta siempre más de lo que vale. Por otra parte, el diezmo percibido por los propietarios tiene para éstos un valor negativo, porque siendo también trabajadores ellos, pueden vivir con los nueve décimos de sus productos; como a los demás, nada les falta. ¿De qué les sirve que su ración de pan, vino, comida, vestidos, habitación, etc., sea doble, si no pueden consumirla ni cambiarla? El precio del arriendo es, pues, para ellos, como para el resto de los trabajadores, un no valor, y perece entre sus manos. Ampliad la hipótesis, multiplicad el número y las clases de los productos, y el resultado será siem- pre el mismo.
Hasta aquí he considerado al propietario tomando parte en la producción, no solamente -como dice Say- por el servicio de su instrumento, sino de una manera efectiva, con su propio es- fuerzo. Pero fácil es suponer que en semejantes condiciones la propiedad no existiría. ¿Qué es entonces lo que sucede? El propietario, animal esencialmente libidinoso, sin virtud ni vergüenza, no se acomoda a una vida de orden y de discipli- na. Si desea la propiedad no es más que para hacer su gusto, cuando y como quiera. Seguro de tener con qué vivir, se aban- dona a la molicie; goza y busca alicientes y sensaciones nue- vas. La propiedad, para ser disfrutada, exige renunciar a la condición común y dedicarse a ocupaciones de lujo, a placeres inmorales.
En vez de renunciar al precio de un arriendo que se inutiliza entre sus manos y de descargar de ese impuesto al trabajo so- cial, los 100 propietarios dejan de trabajar. Habiendo dismi- nuido por su inactividad en 100 la producción absoluta, mien- tras el consumo sigue siendo el mismo, parece que al fin la producción y el consumo han de equilibrarse. Pero como los propietarios no trabajan, su consumo es improductivo, según los principios de la economía. Por consiguiente, en este caso existirán en la sociedad, no ya 100 servicios sin la retribución de su producto, como antes ocurría, sino cien productos con- sumidos sin servicio; el déficit será siempre el mismo, cualquie- ra que sea la columna que lo exprese. O los aforismos de la economía política son falsos, o la propiedad, que los desmien- te, es imposible.
Los economistas, considerando todo consumo improducti- vo como un mal, como un atentado contra el género humano, no dejan de exhortar a los propietarios a la moderación, al tra- bajo, al ahorro; les predican la necesidad de ser útiles, de devol- ver a la producción lo que de ella reciben; fulminan contra el lujo y la ociosidad las más terribles imprecaciones. Esta moral es muy hermosa seguramente; ¡lástima que no tenga sentido común! El propietario que trabaja, o como dicen los economis- tas, que se vuelve útil, cobra este trabajo y esta utilidad. ¿Pero es por eso menos ocioso con relación a las propiedades que no explota y cuyas rentas percibe? Su condición, haga lo que haga, es la improductividad. Sólo puede cesar de malgastar y de des- truir dejando de ser propietario.
Pero no es éste el menor de los males que la propiedad en- gendra. Aun se concibe que la sociedad mantenga a los ociosos; en ella habrá siempre ciegos, mancos, locos e imbéciles; bien puede dar de comer además a algunos holgazanes. Pero en las páginas siguientes se verá cómo se complican y acumulan las imposibilidades.
Para satisfacer un arriendo de 100, a razón del 10 por 100 del producto, es preciso que éste sea 1.000; para que el produc- to sea 1.000, es necesario el esfuerzo de 1.000 trabajadores. Síguese de aquí que permitiendo a los 100 trabajadores propie- tarios que se den vida de rentistas, nos vemos en la imposibili- dad de pagarles sus rentas. En efecto, la fuerza productiva, que en un principio era de 1.000, al descontar esos 100 propieta- rios, queda reducida a 900, cuyo 10 por 100 es 90. Es pues necesario, o que 10 propietarios de los 100 no cobren, si los demás quieren percibir íntegras las rentas, o que todos se con- formen con tener en ellas un disminución de 10 por 100. Por- que no es el trabajador, que no ha faltado a ninguna de sus ocupaciones y sigue produciendo como antes, quien ha de su- frir los efectos de la inactividad del propietario; éste es quien debe sufrir las consecuencias de su ociosidad. Pero en este caso el propietario se encontrará más pobre que antes; al ejercitar su derecho, lo pierde; parece como que la propiedad disminuye hasta desvanecerse cuanto más empeño se pone en sujetarla; cuanto más se la persigue, menos se deja coger. ¿Qué derecho es ése que está sometido a toda alteración, según la relación de los números, y que una combinación aritmética puede destruir? El propietario trabajador recibe: 1º, como trabajador, 0,9 de salario; 2º, como propietario, 1 de renta. Pero dice: "Mi renta es suficiente; no tengo necesidad de trabajar para tener hasta lo superfluo". Y he aquí que la renta con que contaba ha disminuido en una décima parte, sin que acierte a encontrar el motivo de tal disminución. Y es que tomando parte en la pro- ducción, él mismo creaba esa décima parte que ahora no halla, y creyendo trabajar sólo para él, sufría, sin advertirlo, en el cambio de sus productos, una pérdida cuyo resultado era pa- garse a sí mismo un diezmo de su propia renta como cualquier otro: producía 1, y no recibía más que 0,9.
Si en vez de 900 trabajadores no hay más que 500, la totali- dad del precio de la renta se reducirá a 50; si no hay más que 100, a 10. Podemos, pues, sentar como ley de economía propie- taria el axioma siguiente: La albarranía disminuye en propor- ción al aumento del número de ociosos.
Esta primera solución va a conducirnos a otra aún más ex- traña: se trata de liberarnos de una vez por todas de las cargas de la propiedad, sin abolirla, sin causar perjuicio a los propie- tarios, mediante un procedimiento eminentemente conservador. Acabamos de ver que si el precio del arriendo de una socie- dad de 1.000 trabajadores es 100, el de 900, será 90; el de 800, 80; el de 100, 10, etc. De modo que si la sociedad no cuenta más que con un trabajador, ese precio será 0,1, cualesquiera que sean por otra parte la extensión y el valor del terreno apro- piado. Por tanto, dado un capital territorial, la producción es- tará en razón del trabajador, no en razón de la propiedad.
Con arreglo a este principio, investiguemos el límite máxi- mo de la albarranía en toda propiedad. ¿Qué es en su origen el arrendamiento? Un contrato por el cual el propietario cede a un colono la posesión de su tierra, a cambio de una parte de lo que él, el propietario, abandona. Si por el aumento de su fami- lia, el arrendatario es 10 veces más fuerte que el propietario, producirá 10 veces más. ¿Será esto una razón para que el pro- pietario aumente 10 veces la renta? Su derecho no es: cuanto más produces, más renta; sino: cuanto más te cedo, más cobro. El aumento de la familia del colono, el número de brazos de que dispone, los recursos de su industria, causas del acrecenta- miento de la producción, son ajenos al propietario. Sus preten- siones deben tasarse por la fuerza productiva que él tenga, no por la fuerza productiva que otros tengan. La propiedad es el derecho de albarranía, no es el derecho de capitación.* ¿Cómo un hombre, capaz apenas para cultivar una hectárea de terre- no, ha de poder exigir a la sociedad, porque su propiedad tenga 10.000 hectáreas, 10.000 veces lo que él no podría producir en una sola? ¿Por qué razón ha de aumentar el precio de lo arren- dado en proporción a la aptitud y al esfuerzo del arrendatario, y no en razón de la utilidad de que se haya desprendido el pro- pietario? Fuerza es, pues, reconocer esta segunda ley económi- ca: La albarranía tiene por medida una fracción de la produc- ción del propietario.
¿Pero cuál es esta producción? En otros términos: ¿en qué consiste que el señor y dueño de un terreno, al prestarlo a un colono, puede decir con razón que lo abandona? Siendo 1 la fuerza productiva de un propietario, el producto de que se pri- va al ceder su tierra es también 1. Si la tasa de albarranía es, pues, 10 por 100, el máximo de toda albarranía será 0,1.
Pero ya hemos visto que cada vez que un propietario aban- dona la producción, la suma de los productos disminuye en una unidad. Por tanto, siendo la albarranía que le corresponde mien- tras está entre los trabajadores igual a 0,1, será, por su retrai- miento, según la ley de decrecimiento del arriendo, igual a 0,09. Esto nos lleva a establecer esta última fórmula. El máximum de renta de un propietario es igual a la raíz cuadrada del producto de un trabajador (previa determinación del producto por un número dado); la disminución que sufre esa renta cuando el propietario no trabaja es igual a una fracción que tiene por numerador la unidad y por denominador el número que sirva para expresar el producto.
Así, el máximo de renta de un propietario ocioso, o que trabaje por su propia cuenta sin relación con la sociedad, cal- culada al 10 por 100 sobre una producción media de 1.000 francos por trabajador, será de 90 francos. Por tanto, si Fran- cia tiene un millón de propietarios disfrutando, uno con otro, 1.000 francos de renta que se consumen improductivamente, en vez de 1.000 millones que perciben cada año, sólo se les debe, en rigor de derecho y con arreglo al cálculo más exacto, 90 millones.
Ya es algo conseguir una reducción de 910 millones sobre las cargas que aniquilan a la clase trabajadora. Sin embargo, no hemos terminado todavía la cuenta, y el trabajador no co- noce aún toda la extensión de sus derechos.
¿Qué es el derecho de albarranía reducido, como acabamos de ver, a su justa medida en el propietario ocioso? Una remune- ración del derecho de ocupación. Pero siendo el derecho de ocu- pación igual para todos, todos los hombres serán, por el mismo título, propietarios: todos tendrán derecho a una renta igual a determinada fracción de su producto. Luego, si el trabajador está obligado por el derecho de albarranía a pagar una renta al propietario, éste vendrá obligado, por el mismo derecho, a pa- gar igual renta al trabajador, y puesto que sus mutuos derechos se compensan, la diferencia entre ellos es igual a cero. Escolio. - Si el arrendamiento no puede ser legalmente más que una fracción del producto presunto del propietario, cual- quiera que sea la extensión y la importancia de la propiedad, lo mismo puede decirse de un gran número de pequeños propieta- rios separados: porque, aunque un solo hombre pueda explotar separadamente a cada uno de ellos, el mismo hombre no puede explotarlos simultáneamente a todos.
Resumamos: el derecho de albarranía que no puede existir más que en límites muy restringidos, marcados por las leyes de la producción, se aniquila por el derecho de ocupación; ahora bien, sin el derecho de albarranía, no hay propiedad; por tanto la propiedad es imposible.
Si el derecho de albarranía pudiera sujetarse a las leyes de la razón y de la justicia, se limitaría a una indemnización, cuyo máximum no excedería jamás, para cada trabajador, de una determinada fracción de lo que es capaz de producir. Acaba- mos de demostrarlo. Pero ¿cómo es posible que el derecho de albarranía, o, denominándolo sin temor por su verdadero nom- bre, el derecho del robo se deje regular por la razón, con la que nada tiene de común? El propietario no se contenta con la albarranía, tal como el buen sentido y la naturaleza de las cosas la establecen: obliga a que se la satisfagan diez, ciento, mil, un millón de veces. Entregado a sus propias fuerzas, no obtendría de la cosa más que una producción igual a 1, y exige que la sociedad le pague, no un derecho proporcional a la potencia productiva de sí mismo, sino un impuesto por cabeza. Pone precio a sus hermanos según su fuerza, su número y su indus- tria. Cuando nace un hijo al labrador, dice el propietario: "Me alegro; ya tengo una albarranía más". ¿Cómo se ha realizado esta transformación del arriendo en capitación? ¿Cómo nues- tros jurisconsultos y nuestros teólogos, siendo tan minuciosos, no han reprimido esa extensión del derecho de albarranía?
El propietario calcula cuántos trabajadores necesita, según su respectiva aptitud en la producción, para ocupar su finca. La divide en otras tantas porciones, y dice: "Cada uno me pa- gará la albarranía". Para multiplicar su renta le basta, pues, dividir su propiedad. En vez de evaluar en razón de su trabajo personal el interés que debe percibir, lo tasa con arreglo a su propiedad, y por virtud de esta sustitución, la misma propie- dad, que en manos del dueño no podía producir nunca más que uno, le vale diez, mil, un millón. Para ello sólo necesita anotar los nombres de los trabajadores que se le ofrecen: su labor se reduce a otorgar permisos y a extender recibos. No contento aún con trabajo tan cómodo, el propietario enjuga el déficit que resulta de su inacción cargándolo sobre el productor, al que exige siempre la misma renta. Una vez elevado el arriendo a su precio máximo, el propietario no lo disminuye; la carestía de las subsistencias, la escasez de brazos, los contratiempos de las estaciones, la mortalidad misma, son circunstancias para él indiferentes; ¿por qué ha de sufrir esos perjuicios si él no traba- ja? Aquí empieza una nueva serie de fenómenos.
Say, que razona muy bien siempre que impugna el impues- to, pero que no quiere comprender nunca que el propietario ejercita con relación al colono el mismo acto de expoliación que el perceptor de aquél, replica en estos términos a Malthus:
"Si el recaudador de contribuciones, sus agentes, etcétera, con- sumen un sexto de los productos, obligan por este hecho a los productores a nutrirse, a vestirse, en una palabra, a vivir con las cinco sextas partes restantes de su producción. Esto es indu- dable, pero al mismo tiempo suele objetarse que cada uno pue- de vivir con las cinco sextas partes de lo que produce. Yo mis- mo, si se quiere, convendría en ello, pero preguntaría a mi vez: ¿es posible creer que el productor viviría de igual modo en el caso de que se le exigiera en vez de un sexto dos sextos o el tercio de su producción? No, y sin embargo, aún podría vivir.
En tal caso, volvería a preguntar si todavía le sería posible la vida arrebatándole los dos tercios... después las tres cuartas partes... pero observo que ya nadie me contesta".
Si el padre de los economistas franceses estuviera menos ofus- cado por sus prejuicios en favor de la propiedad, comprendería que eso mismo, precisamente, ocurre con la renta. Supongamos que una familia de campesinos, compuesta de seis personas, el padre, la madre y cuatro hijos, vive de un pequeño patrimonio explotado por ellos. Supongamos también que trabajando in- cesantemente consiguen cubrir todas sus necesidades, y que, una vez instalados, vestidos y alimentados, no contraen deu- das, pero tampoco hacen economías. Venga buen o mal año, van viviendo; si el año es excelente, el padre bebe vino, las hijas se compran vestidos, los muchachos un sombrero; comen en- tonces alguna que otra golosina y carne de vez en cuando. Pues bien; afirmo que esta familia acaba de arruinarse.
En efecto; según el tercer corolario de nuestro axioma, esos individuos se adeudan a sí mismos un interés por el capital de que son propietarios: apreciando este capital de 8.000 francos, a 2œ por 100, resultan 200 francos de interés anual. Si estos 200 francos, en vez de ser descontados del producto bruto para construir un ahorro y capitalizarse, se invierten en el consumo, existirá un déficit anual de 200 francos sobre el activo de la explotación, de modo que al cabo de cuarenta años esta pobre gente, sin sospecharlo siquiera, se habrá comido su haber y verá fallida su empresa.
Este resultado, que parecerá absurdo, es, sin embargo, una triste realidad.
Uno de los hijos es llamado al servicio militar... ¿Qué es el servicio militar? Un acto de propiedad ejercido por el Estado sobre los ciudadanos: una expoliación de hombres y de dinero. Los campesinos no quieren que sus hijos sean soldados, en lo que tienen razón sobrada. Es difícil que un hombre de veinte años gane nada con estar en el cuartel; o se pervierte o lo abo- rrece. Juzgad en general de la moralidad del soldado por la aver- sión que tiene al uniforme; hombre desgraciado o pervertido, ésa es la condición del soldado en las filas. No debiera suceder esto, pero así es. Preguntad a los miles de hombres que están bajo las armas y veréis como no hay uno que me desmienta.
Nuestro campesino, para redimir a sus dos hijos, desembol- sa 4.000 francos que toma a préstamo al 5 por 100: he aquí ya los 200 francos de que hemos hablado antes. Si hasta ese mo- mento la producción de la familia, normalmente en equilibrio con su consumo, ha sido de 1.200 francos, o sean 200 por per- sona, será necesario para pagar dicho interés, o que los seis trabajadores produzcan como siete, o que consuman como cin- co. Reducir el consumo no es posible, ¿cómo privarse de lo necesario? Producir más es imposible también: no cabe ya tra- bajar más. ¿Podrán seguir un sistema mixto consumiendo como cinco y medio y produciendo como seis y medio? Bien pronto se convencerían de que con el estómago no es posible transigir. Llegando a cierto punto de abstinencia, no cabe el aumento de privaciones; lo que puede descontarse de lo estrictamente nece- sario, sin riesgo de la salud, es insignificante; y en cuanto al propósito de elevar la producción, una helada, una sequía, una epidemia en plantas o en el ganado frustran todas las esperan- zas del labrador. Al poco tiempo deberá la renta, se habrán acumulado los intereses, la granja será embargada y desahucia- do de ella su antiguo inquilino.
Así una familia que vivió feliz mientras no ejerció el derecho de propiedad cae en la miseria tan pronto como se ve en la necesidad de ejercerlo. Para que la propiedad quede satisfecha es preciso que el colono tenga el doble poder de hacer multipli- car el suelo y de fecundizarlo. Simple poseedor de la tierra, en- cuentra en ella el hombre con qué mantenerse; en cuanto inten- ta ejercitar el derecho del propietario, ya no le basta. No pu- diendo producir más que lo que consume, el fruto que cosecha es la recompensa de su trabajo; pero no consigue ganar para el pago de la renta, que es la retribución del instrumento.
Pagar lo que no puede producir: tal es la condición del arren- datario cuando el dueño abandona la producción social para explotar al trabajador con nuevos procedimientos.
Volvamos entretanto a nuestra primera hipótesis. Los nove- cientos trabajadores, seguros de haber trabajado tanto como antes, se ven sorprendidos, después de pagar sus rentas, notan- do que tienen un décimo menos que el año anterior. En efecto, este décimo era producido y satisfecho por el propietario tra- bajador cuando participaba en la producción y contribuía a las cargas públicas. Ahora ese décimo no ha sido producido, y no obstante, ha sido satisfecho; debe, pues, deducirse del consumo del productor. Para enjugar este incomprensible déficit, el tra- bajador toma dinero a préstamo en la seguridad de pagarlo.
Pero esta seguridad al año siguiente se convierte en un nuevo préstamo, aumentado por los intereses atrasados del primero. ¿Y a quién se dirige en solicitud de fondos? Al propietario. El propietario presta al trabajador lo que le cobra de más, y este exceso, que en justicia debiera restituirle, le produce un nuevo beneficio en forma de préstamo a interés. Llegado ese caso, las deudas aumentan infinitamente; el propietario se niega final- mente a hacer anticipos a un productor que no le paga nunca, y este productor, siempre robado y siempre recibiendo a présta- mo su propia riqueza, acaba por arruinarse. Supongamos que entonces el propietario, que para conservar sus rentas tiene ne- cesidad del colono, le perdona sus deudas. Habrá realizado un acto de gran beneficencia, por el cual el señor cura lo elogiará en el sermón, mientras el pobre arrendatario, confundido ante tan inagotable caridad, enseñado por el Catecismo a rogar por sus bienhechores, se dispondrá a redoblar sus esfuerzos y sus privaciones con objeto de corresponder a un amo tan bueno.
Esta vez el colono toma sus medidas: eleva el precio de los cereales. El industrial hace otro tanto con sus productos; la re- acción llega, y después de algunas oscilaciones, la renta que el labrador creyó imponer al industrial, vuelve a pesar sobre él. Y mientras espera confiado el éxito de su inútil táctica, continúa siendo pobre, aunque en proporción algo menor que antes.
Porque si el alza de la producción ha sido general, habrá alcan- zado al propietario, de suerte que los trabajadores, en vez de empobrecerse en un décimo, lo están solamente en nueve centé- simas. Pero la deuda, aunque menor, subsiste, y para satisfacer- la es necesario, como antes, tomar dinero a préstamo, abonar réditos, economizar y ayunar. Ayuno por las nueves centésimas que no debiera pagar y que paga; ayuno por la amortización de las deudas; ayuno por sus intereses, y además, si la cosecha es mala, el ayuno llegará hasta la inanición. Se dice: es preciso trabajar más. Pero el exceso de trabajo perjudica tanto como el ayuno: ¿qué ocurrirá si se reúnen? Es preciso trabajar más, sig- nifica aparentemente que es preciso producir más. ¿Y en qué condiciones se realiza la producción? Por la acción combinada del trabajo, del capital y la tierra. El trabajo, el arrendatario se encarga de facilitarlo; pero el capital sólo se forma por el aho- rro, y si el colono pudiese ahorrar algo, no tendría deudas. Aun admitiendo que tuviera capital, ¿de qué le serviría si la exten- sión de la tierra que cultiva es siempre la misma? No es capital lo que le hace falta; lo que necesita es multiplicar el suelo.
¿Se dirá finalmente que es preciso trabajar mejor y con más fruto? Hay que tener en cuenta que la renta está calculada so- bre un término medio de producción que no puede ser rebasa- do; si lo fuese, el propietario se apresuraría a encarecer el pre- cio del arriendo. ¿No es así como los grandes propietarios terri- toriales han aumentado sucesivamente el precio de la madera de construcción, a medida que el desarrollo de la población y el desenvolvimiento de la industria les ha advertido los beneficios que la sociedad podía obtener de sus propiedades? El propieta- rio permanece extraño a la acción social; pero como el ave de rapiña, fijos los ojos en su víctima, está siempre dispuesto a arrojarse sobre ella para devorarla.
Los hechos que hemos observado en una sociedad de mil personas se reproducen en gran escala en cada nación y en la humanidad entera, pero con variaciones infinitas y caracteres múltiples, que no es mi propósito describir.
En suma, la propiedad, después de haber despojado al tra- bajador por la usura, lo asesina lentamente por la extenua- ción. Sin la expoliación y el crimen, la propiedad no es nada. Con la expoliación y el crimen, es insostenible. Por tanto, es imposible.
Cuando el asno lleva mucha carga, se tira al suelo; pero el propietario conoce, funda la esperanza de su especulación. "Si el trabajador cuando es libre produce 10, para mí -piensa el propietario- producirá 12."
En efecto, antes de consentir la confiscación de su campo, antes de abandonar el hogar paterno, el labrador, cuya historia hemos referido, hace un desesperado esfuerzo; toma en arrien- do nuevas tierras. Su propósito es sembrar una tercera parte más, y siendo para él la mitad de este nuevo producto, o sea una sexta parte, tendrá de sobra para pagar toda la renta. ¡Qué grave error! Para aumentar en una sexta parte su producción, es preciso que el agricultor aumente su trabajo, no en un sexto, sino en dos sextos más. Sólo a este precio recolecta y paga un arriendo que no debe ante Dios. La conducta del colono es imi- tada también por el industrial. Aquél multiplica su labor, perju- dicando a sus compañeros: el industrial rebaja el precio de su mercancía, y se esfuerza en acaparar la fabricación y la venta, en aniquilar a los que le hacen competencia. Para saciar a la propiedad, es necesario, ante todo, que el trabajador produzca más de lo que sus necesidades exigen; y después, que produzca más de lo que consienten sus fuerzas. Para producir más de lo que sus energías y sus necesidades permiten, es preciso apode- rarse de la producción de otro, y por consiguiente, disminuir el número de productos. Así, el propietario, después de haber aminorado la producción, al abandonarla la reduce todavía más, fomentando el acaparamiento del trabajo. Veámoslo.
Siendo un décimo el déficit sufrido por el trabajador des- pués del pago de la renta, según hemos visto, en esa cantidad ha de procurar aumentar su producción. Para ello no ve más medio que centuplicar sus esfuerzos; esto es, pues, lo que hace. El descontento de los propietarios que no han podido cobrar íntegras sus rentas; los ofrecimientos ventajosos y las promesas que les hacen otros colonos que ellos reputan más diligentes, más laboriosos, más formales; las intrigas de unos y otros, son causas determinantes de una alteración en la repartición de los trabajos y de la eliminación de un determinado número de pro- ductores. De 900, son expulsados 90, con objeto de añadir un décimo a la producción de los restantes. Pero ¿habrá aumenta- do por el eso el producto total? Evidente es que no. Habrá 810 trabajadores, produciendo como 900, siendo así que debían producir como 1.000. Además, establecida la renta en razón del capital industrial y no en razón del trabajo, las deudas se- guirán como antes con un aumento en el trabajo. He aquí una sociedad que se diezma progresivamente, y que de seguro se extinguirá si las quiebras y las catástrofes económicas y políti- cas no viniesen de tiempo en tiempo a restablecer el equilibrio y a distraer la atención de las verdaderas causas del infortunio universal.
Al acaparamiento de los capitales y de las tierras sucede el desarrollo económico, cuyo desarrollo es colocar fuera de la producción a un determinado número de trabajadores. El rédi- to es la pesadilla del arrendatario y del comerciante, los cuales piensan de este modo: "Si pagase menos por la mano de obra, podría satisfacer la renta y los intereses que debo". Y entonces esos admirables inventos, destinados a hacer el trabajo fácil y rápido, se convierten en máquinas infernales que matan a los trabajadores por millares.
"Hace algunos años la condesa de Stratford expulsó 15.000 individuos de sus tierras, de las que eran arrendatarios. Este acto de administración privada fue repetido en 1820 por otro gran propietario escocés, siendo víctimas 600 familias de colo- nos." (Tissot, Del suicidio y de la rebelión.)
El autor citado, que ha escrito páginas elocuentes acerca del espíritu de protesta que caracteriza a las sociedades moder- nas, no dice si habría desaprobado la rebeldía de esos proscri- tos. Por mi parte, declaro sin rebozo que ese acto hubiese sido, a mi juicio, el primero de los derechos y el más santo de los deberes, y mi mayor deseo consiste en que oigan todos mi pro- fesión de fe.
La sociedad se extingue: 1º, por la supresión violenta y pe- riódica de los trabajadores; acabamos de verlo y lo hemos de comprobar más adelante; 2º, por la limitación que la propie- dad impone al consumo del productor. Estas dos formas de sui- cidio son simultáneas y se complementan; el hambre se une a la usura para hacer que el trabajo sea cada vez más necesario y más escaso.
Con arreglo a los principios del comercio y de la economía política, para que una empresa industrial sea buena es preciso que su producto sea igual: 1º, al interés del capital; 2º, al gasto de conservación de ese capital; 3º, al importe de los salarios de todos los obreros y empresarios; además, es necesario obtener un beneficio tan crecido como sea posible.
Fuerza es admirar el genio fiscal y codicioso de la propie- dad. El capital busca hacer efectiva la albarranía bajo todos los nombres: 1º, en forma de interés; 2º, en la de beneficio. Porque, según se dice, el interés del capital forma parte de los anticipos de la fabricación. Si se han empleado 100.000 francos en una manufactura, y deducidos los gastos se obtiene un ingreso anual de 5.000, no hay beneficio alguno, sino simplemente interés del capital. Pero el propietario no es hombre dispuesto a ninguna clase de trabajo; semejante al león de la fábula, cobra en razón de cada uno de los diversos títulos que se atribuye: de modo que una vez liquidados sus derechos no quedará nada para los demás asociados.
Ego primam tollo, nominor quia leo:
Secundum quia sum fortis tribuetis mihi:
Tum quia plus valeo, me sequetur tertia:
Malo adficietur, si quis quartam tetigerit.
No conozco nada más hermoso que esta fábula.
Como empresario tomo la primera parte;
como trabajador me apropio la segunda;
como capitalista me corresponde la tercera;
como propietario todo es mío.
En cuatro versos ha resumido Fedro todas las formas de la propiedad.
Yo afirmo que ese interés, y con mayor razón ese beneficio, es imposible.
¿Qué son los trabajadores en sus mutuas relaciones de tra- bajo? Miembros diferentes de una gran sociedad industrial, encargados, cada uno en particular, de una parte de la produc- ción general, conforme al principio de la división del trabajo.
Supongamos que esta sociedad se reduce a los tres individuos siguientes: un ganadero, un curtidor y un zapatero. La indus- tria social consistirá en hacer zapatos. Si yo preguntase cuál debe ser la parte de cada uno en el producto social, un niño me respondería que esa parte es igual al tercio del producto. Pero no se trata aquí de ponderar los derechos de los trabajadores convencionalmente asociados, sino de probar que, aunque no estén asociados esos tres industriales, quieran o no quieran, la fuerza de las cosas, la necesidad matemática, los asocia.
Tres operaciones son indispensables para producir zapatos; el cuidado de la ganadería, la preparación del cuero, el corte y la costura. Si el cuero en manos del pastor vale uno, valdrá dos al salir del taller del curtidor y tres al exponerse en la tienda del zapatero. Cada trabajador ha producido un grado de utilidad; de modo que, sumando todos ellos, se tendrá el valor de la cosa.
Para adquirir una cantidad cualquiera de ese producto, es, por tanto, preciso que cada productor abone en primer término su propio trabajo, y después el de los demás productores. Así, para adquirir 10 en zapatos, el ganadero dará 30 en cueros sin curtir y el curtidor 20 en cuero curtido. Porque en razón de las opera- ciones realizadas, 10 en zapatos valen 30 en cuero en bruto, de igual modo que 20 en cuero curtido valen también 30 en cuero sin curtir. Si el zapatero exige 33 al ganadero y 22 al curtidor por 10 de su mercancía, no se efectuará el cambio, porque re- sultara que el ganadero y el curtidor, después de haber pagado 10 por el trabajo del zapatero, venían a readquirir por 11 lo que ellos mismos habían dado por 10, lo cual es imposible.
Pues esto es precisamente lo que ocurre siempre que un in- dustrial realiza un beneficio cualquiera, llámese renta, alquiler, interés o ganancia. En la reducida sociedad de que hablamos, si el zapatero, para procurarse los útiles de su oficio, para com- prar las primeras provisiones de cuero y para vivir algún tiem- po antes de reintegrarse de esos gastos, toma dinero a présta- mo, es evidente que para pagar el interés de ese dinero se verá obligado a beneficiarse a costa del curtidor y del ganadero; pero como este beneficio es imposible sin cometer fraude, el interés recaerá sobre el desdichado zapatero, y lo arruinará en definitiva.
He puesto como ejemplo un caso imaginario y de una senci- llez fuera de lo natural, pues no hay sociedad humana que esté reducida a tres funciones. La sociedad menos civilizada obliga a numerosas industrias. Hoy, el número de funciones industria- les (y entiendo por función industrial toda función útil) ascien- de quizás a más de mil. Pero cualquiera que sea el número de funcionarios, la ley económica sigue siendo la misma. Para que el productor viva, es preciso que con su salario pueda readquirir su producto.
Los economistas no pueden ignorar este principio rudimen- tario de su pretendida ciencia. ¿Por qué, pues, se obstinan en sostener la propiedad, la desigualdad de los salarios, la legiti- midad de la usura, la licitud del lucro, cosas todas que contra- dicen la ley económica y hacen imposibles las transacciones? Un intermediario adquiere primeras materias por valor de 100.000 francos; paga 50.000 por salarios y mano de obra, y luego pretende obtener 200.000 del producto. Es decir, quiere beneficiarse a costa de la materia y del trabajo de sus obreros; pero si el que facilitó esas primeras materias y los trabajadores que las transformaron no pueden readquirir con la suma total de sus salarios lo mismo que para el mediador produjeron, ¿cómo pueden vivir? Explicaré minuciosamente esta cuestión; los detalles son en este punto necesarios.
Si el obrero recibe por su trabajo un salario medio de tres francos por día, para que el patrono gane alguna cosa es nece- sario que al revender, bajo la forma de mercancía, la jornada de su obrero, cobre por ella más de tres francos. El obrero no pue- de, por tanto, adquirir lo que él mismo ha producido por cuen- ta del capitalista.
Esto ocurre en todos los oficios sin excepción. El sastre, el sombrerero, el ebanista, el herrero, el curtidor, el albañil, el jo- yero, el impresor, el dependiente, etcétera, hasta el agricultor, no pueden readquirir sus productos, ya que produciendo para un patrono, a quien en una u otra forma benefician, habrían de pagar su propio trabajo más caro que lo que por él reciben. En Francia, 20 millones de trabajadores dedicados al culti- vo de todas las carreras de la ciencia, del arte y de la industria, producen todas las cosas útiles a la vida del hombre. La suma de sus jornales equivale cada año hipotéticamente a 20.000 millones; pero a causa del derecho de propiedad y del sinnúme- ro de albarranías, primas, diezmos, gabelas, intereses, ganan- cias, arrendamientos, alquileres, rentas y beneficios de toda clase, los productos son valorados por los propietarios y patronos en 25.000 millones. ¿Qué quiere decir esto? Que los trabajadores, que están obligados a adquirir de nuevo esos mismos produc- tos para vivir, deben pagar como cinco lo que han producido como cuatro, o ayunar un día cada cinco.
Si hay un economista capaz de demostrar la falsedad de este cálculo, lo invito a que lo haga y, en ese caso, me comprometo a retractarme de cuanto he dicho contra la propiedad.
Examinemos entretanto las consecuencias de este beneficio.
Si el salario del obrero fuese el mismo en todas las profesiones, el déficit ocasionado por la detracción del propietario se haría notar igualmente en todas ellas; pero la causa del mal se habría manifestado con tal evidencia, que hace tiempo hubiese sido advertida y reprimida. Mas como en los salarios, desde el del barrendero hasta el del ministro, impera la misma desigualdad que en las propiedades, sigue la expoliación un movimiento de repercusión del más fuerte al más débil, por el cual el trabaja- dor sufre mayor número de privaciones cuanto más bajo está en la escala social, cuya última clase se ve literalmente desnuda y devorada por las demás.
Los trabajadores no pueden comprar ni los lienzos que te- jen, ni los muebles que construyen, ni los metales que forjan, ni las piedras preciosas que tallan, ni las estampas que graban; no pueden procurarse el trigo que siembran, ni el vino que hacen, ni la carne de los animales que pastorean; no les está permitido habitar en las casas que edifican, asistir a los espectáculos que sufragan, dar a su cuerpo el descanso que necesitan. Y esto es así porque para disfrutar de todo ello tendrían que adquirirlo a precio de coste, y el derecho de albarranía se lo impide. Debajo de las lujosas muestras de esos almacenes suntuosos que su in- digencia admira, el trabajador lee en gruesos caracteres: T ODO ESTO ES OBRA TUYA Y CARECERÁS DE ELLO . ¡Sic vos non vobis! Todo industrial que hace trabajar a 1.000 obreros y gana con cada uno de ellos un céntimo por día, es un hombre que ocasiona la miseria de 1.000 obreros. Todo explotador ha jura- do mantener el pacto del hambre. Pero el pueblo carece hasta de ese trabajo, mediante el cual la propiedad lo aniquila. ¿Y por qué? Porque la insuficiencia del salario obliga a los obreros al acaparamiento del trabajo, y antes de ser diezmados por la miseria, se diezman ellos mismos por la concurrencia. Convie- ne tener presente esta verdad.
Si el salario del obrero no le permite adquirir su producto, claro es que el producto no es para el productor. ¿Para quién se reserva en ese caso? Para el consumidor rico, es decir, solamen- te para una pequeña parte de la sociedad. Pero cuando toda la sociedad trabaja, produce para toda la sociedad; luego si sólo una parte de la sociedad consume, es a cambio de que el resto permanezca inactivo. Y estar en esa inactividad es perecer, tan- to para el trabajador como para el propietario; es imposible salir de esta conclusión.
El espectáculo más desolador que puede imaginarse es ver a los productores rebelarse y luchar contra esa necesidad mate- mática, contra ese poder de los números, que sus propios pre- juicios impiden conocer.
Si 100.000 obreros impresores pueden proveer al consumo literario de 34 millones de hombres, y el precio de los libros sólo es accesible a una tercera parte de los consumidores, es evidente que esos 100.000 obreros producirán tres veces más de lo que los libreros pueden vender. Para que la producción de los primeros no sobrepase nunca las necesidades del consumo, será preciso, o que de tres días no trabajen más que uno, o que se releven por terceras partes cada semana, cada mes o cada trimestre, es decir, que no vivan durante dos tercios de su vida. Pero la industria bajo la influencia capitalista no procede con esta regularidad: es en ella de esencia producir mucho en poco tiempo, puesto que cuanto mayor sea la masa de productos y más rápida la ejecución, más disminuye el precio de fabrica- ción de cada ejemplar. Al primer síntoma de escasez de produc- tos, los talleres se llenan de operarios, todo el mundo se pone en movimiento; entonces el comercio es próspero, y gobernan- tes y gobernados aplauden. Pero cuanto mayor es la actividad invertida, mayor es la ociosidad forzosa que se avecina; pronto la risa se convertirá en llanto. Bajo el régimen de propiedad, las flores de la industria no sirven más que para tejer coronas fune- rarias. El obrero que trabaja cava su propia fosa.
Aun cuando el taller se cierre, el capital sigue devengando interés. El propietario, para cobrarlo, procura a todo trance mantener la producción disminuyendo sus gastos. Como con- secuencia, vienen las rebajas del salario, la introducción de las máquinas, la intrusión de niños y mujeres en los oficios de los hombres, la depreciación de la mano de obra y la mala fabrica- ción. Aún se produce, porque la disminución de los gastos faci- lita la venta del producto; pero no se continúa mucho tiempo, pues fundándose la baratura del precio de coste en la cuantía y la celeridad de la producción, la potencia productiva tiende más que nunca a sobrepasar el consumo. Y cuando la producción se modera ante trabajadores cuyo salario apenas basta para el dia- rio sustento, las consecuencias del principio de propiedad son horrorosas. No hay economía, ni ahorro, ni recurso alguno que les permita vivir un día más. Hoy se cierra el taller, mañana ayunarán en medio de la calle, al otro día morirán de hambre en el hospital o comerán en la cárcel.
Nuevos accidentes vienen a complicar esta espantosa situa- ción. A consecuencia de la acumulación de mercancías y de la extremada disminución de precio, el industrial se ve muy pron- to en la imposibilidad de satisfacer los intereses de los capitales que maneja. Entonces, los accionistas, alarmados, se apresuran a retirar sus fondos, la producción se suspende totalmente, el trabajo se interrumpe. Hay quien se extraña de que los capita- les huyan del comercio para precipitarse en la Bolsa, y hasta M. Blanqui se ha lamentado amargamente de la ignorancia y la ligereza de los capitalistas. La causa de este movimiento de los capitales es muy sencilla; pero por eso mismo un economista no podía advertirla, o mejor dicho, no debía decirla. Esta causa reside únicamente en la concurrencia.
Llamo concurrencia no solamente a la rivalidad de dos in- dustrias de una misma clase, sino al esfuerzo general y simultá- neo de todas ellas para imponerse unas a otras. Este esfuerzo es hoy tan intenso, que el precio de las mercaderías apenas puede cubrir los gastos de fabricación y de venta. De suerte que, des- contados los salarios de todos los trabajadores, no queda nada, ni aun el interés para los capitalistas.
La causa primera de la paralización comercial e industrial es, por tanto, el interés de los capitales, ese interés que la anti- güedad designó con el infame nombre de usura cuando sirve para pagar el precio del dinero, pero que nadie se ha atrevido a condenar bajo las denominaciones de alquiler, arriendo o bene- ficio, como si la especie de las cosas prestadas pudiese nunca legitimar el precio del préstamo, el robo.
La cuantía de la albarranía que percibe el capitalista deter- minará siempre la frecuencia y la intensidad de las crisis comer- ciales. Conocida la primera, será fácil determinar las últimas, y recíprocamente. ¿Queréis saber cuál es el regulador de una so- ciedad? Informaos de la masa de los capitales activos, es decir, que devenguen interés, y de la tasa legal de ese interés. El curso de los acontecimientos no será más que una serie de quiebras, cuyo número e importancia estarán en razón directa de la ac- ción de los capitales.
El aniquilamiento de la sociedad es unas veces insensible y permanente y otras periódico y brusco. Esto depende de las varias formas que la propiedad reviste. En un país de propie- dad parcelaria y de pequeña industria, los derechos y las pre- tensiones de cada uno se compensan mutuamente; la potencia usurpadora es muy débil; allí, en rigor de verdad, la propiedad no existe, puesto que el derecho de albarranía apenas se ejerci- ta. La condición de los trabajadores, en cuanto a los medios de subsistencia, es poco más o menos lo mismo que si hubiera en- tre ellos igualdad absoluta; carecen de todas las ventajas de una verdadera asociación, pero al menos sus existencias no están amenazadas. Aparte de algunas víctimas aisladas del derecho de propiedad, cuya causa primera es desconocida para todos, la sociedad vive tranquila en el seno de esta especie de igual- dad; pero es de advertir que está en equilibrio sobre el filo de una espada, y el menor impulso la hará caer con estrépito. De ordinario, el movimiento de la propiedad se localiza. Por una parte, la renta se detiene en un límite fijo; por otra, a consecuencia de la concurrencia y del exceso de producción, el precio de las mercancías industriales se estaciona; de modo que la situación del labrador es siempre la misma, y sólo depende de la regularidad de las estaciones. Es, por tanto, en la indus- tria donde se nota principalmente la acción devoradora de la propiedad. Por esto ocurre con frecuencia lo que llamamos cri- sis industriales, y no existen apenas crisis agrícolas, pues mien- tras el colono es devorado lentamente por el derecho de albarranía, el industrial es engullido de una vez. De aquí las huelgas en las fábricas, las ruinas de las grandes fortunas, la miseria de la clase obrera, gran parte de la cual va ordinaria- mente a morir en la vía pública, en los hospitales, en las cárce- les y en los presidios.
Resumamos esta proposición:
La propiedad vende al trabajador el producto más caro de
lo que por él le paga, luego es imposible.
I. Algunos reformadores, y la mayor parte misma de los publicistas que, sin pertenecer a ninguna escuela, se ocupan de mejorar la suerte de la clase más numerosa y más pobre, cuen- tan mucho hoy sobre una mejor organización del trabajo. Los discípulos de Fourier, sobre todo, no cesan de gritarnos: ¡Al falansterio! al mismo tiempo que se desencadenan contra la tontería y el ridículo de las otras sectas. Son ellos una media docena de genios incomparables que han descubierto que cinco más cuatro hacen nueve, se quitan dos y quedan nueve, y que lloran sobre la ceguera de Francia, que se niega a creer en esa increíble aritmética. 1
En efecto, los fourieristas se anuncian, por una parte, como conservadores de la propiedad, del derecho de albarranía, que han formulado así: A cada uno según su capital, su trabajo y su talento; por otra parte, quieren que el obrero llegue al goce de todos los bienes de la sociedad, es decir, reduciendo su expre- sión, al goce integral de su propio producto. ¿No es como si dijesen a ese obrero: trabaja, tendrás 3 francos por día; vivirás con 55 céntimos, darás el resto al propietario, y habrás consu- mido 3 francos?
Si ese discurso no es el resumen más exacto del sistema de Charles Fourier, quiero firmar con mi sangre todas las locuras falansterianas.
¿Para qué reformar la industria y la agricultura, para qué trabajar, en una palabra, si la propiedad es mantenida, si el trabajo no puede cubrir nunca los gastos? Sin la abolición de la propiedad, la organización del trabajo no es más que una de- cepción más. Cuando se cuadruplique la producción, lo que después de todo no creo imposible, sería esfuerzo perdido: si el excedente del producto no se consume, no tiene ningún valor, y el propietario lo rehúsa por interés; si se consume, todos los inconvenientes de la propiedad reaparecen. Es preciso confesar que la teoría de las atracciones pasionales se encuentra aquí en falta, y que, por haber querido armonizar la pasión de la pro- piedad, pasión mala, diga lo que diga Fourier, ha arrojado una viga en las ruedas de su carreta.
El absurdo de la economía falansteriana es tan burdo que muchas gentes sospechan que Fourier, a pesar de todas sus re- verencias ante los propietarios, ha sido un adversario oculto de la propiedad. Esta opinión se puede sostener por razones fala- ces; sin embargo yo no podría compartirla. La parte del charlatanismo sería demasiado grande en este hombre, y la buena fe demasiado pequeña. Me gusta más creer en la igno- rancia, por otra parte confirmada, de Fourier, que en su doblez. En cuanto a sus discípulos, antes de que se pueda formular nin- guna opinión acerca de ellos, es necesario que declaren de una buena vez, categóricamente, y sin restricción mental, si entien- den, sí o no, conservar la propiedad, y lo que significa la famo- sa divisa: A cada uno según su capital, su trabajo y su talento.
II. Pero, observará algún propietario semiconvertido, ¿no sería posible, al suprimir la banca, las rentas, los arriendos, los alquileres, todas las usuras, la propiedad en fin, repartir los productos en proporción de las capacidades? Ése era el pensa- miento de Saint-Simon, ése fue el de Fourier, es el anhelo de la conciencia humana, y no se atrevería decentemente a hacer vi- vir a un ministro como a un campesino.
¡Ah! ¡Midas, qué largas son tus orejas! ¡Qué! ¡no compren- derás nunca que superioridad de salario y derecho de albarranía es la misma cosa! Ciertamente, no fue el menor error de Saint- Simon, de Fourier y de sus corderos, el haber querido amonto- nar, uno la desigualdad y la comunidad, el otro la desigualdad y la propiedad; pero tú, hombre de cálculo, hombre de econo- mía, hombre que sabes de memoria tus tablas logarítmicas, ¿cómo puedes equivocarte tan pesadamente? ¿No recuerdas ya que desde el punto de vista de la economía política el producto de un hombre, cualesquiera que sean sus capacidades indivi- duales, no vale más que el trabajo de un hombre, y que el tra- bajo de un hombre no vale tampoco más que el consumo de un hombre? Me recuerdas ese gran fabricante de constituciones, ese pobre Pinheiro-Ferreira, el Sieyès del siglo diecinueve que, al dividir una nación en doce clases de ciudadanos, o doce gra- dos, como tú quieras, asignaba a unos 100.000 francos de suel- do, a otros 80.000; después 25.000, 15.000, 10.000, etc., hasta 1.500 y 1.000 francos, mínimo de salario de un ciudadano.
Pinheiro amaba las distinciones, y no concebía un Estado sin grandes dignatarios como no concebía un ejército sin tambo- res-mayores; y como también amaba o creía amar la libertad, la igualdad, la fraternidad, hacía de los bienes y los males de nuestra vieja sociedad un eclecticismo con el cual componía una constitución. ¡Admirable Pinheiro! Libertad hasta la obe- diencia pasiva, fraternidad basta la identidad de lenguaje, igual- dad hasta el jurado y la guillotina, tal fue su ideal de la repúbli- ca. Genio desconocido, de que el siglo presente no era digno, y que la posteridad vengará.
Escucha, propietario. En realidad, la desigualdad de las fa- cultades existe; en derecho no es admitida, no pesa para nada, no se supone. Basta un Newton por siglo a 30 millones de hom- bres; el psicólogo admira la rareza de un genio tan bello, el legis- lador no ve más que la rareza de la función. Ahora bien, la rare- za de la función no crea un privilegio en beneficio del funciona- rio, y eso por varias razones, todas igualmente perentorias.
1º) La rareza del genio no ha sido, en las intenciones del creador, un motivo para que la sociedad se pusiese de rodillas ante el hombre dotado de facultades eminentes, sino un medio providencial para que cada función fuese cumplida para la mayor ventaja de todos.
2º) El talento es una creación de la sociedad mucho más que un don de la naturaleza; es un capital acumulado, del cual el que lo recibe no es más que el depositario. Sin la sociedad, sin la educación que da y sus recursos poderosos, el más hermoso natural quedaría, en el género mismo que debe constituir su gloria, por debajo de las capacidades más mediocres. Cuanto más vasto es el saber de un mortal, más bella es su imaginación, más fecundo su talento, más costosa ha sido también su educa- ción, más brillantes y más numerosos fueron también sus ante- cesores y modelos, más grande es su deuda. El labrador produ- ce al salir de la cuna y hasta el borde de la tumba, los frutos del arte y de la ciencia son tardíos y raros, a menudo el árbol pere- ce antes de que madure. La sociedad, al cultivar el talento, hace sacrificio a la esperanza.
3º) La medida de comparación no existe: la desigualdad de los talentos no es, bajo condiciones iguales de desarrollo, más que la especialidad de los talentos.
4º) La desigualdad de los sueldos y salarios, lo mismo que el derecho de albarranía, es económicamente imposible. Supongo el caso más favorable, aquel en que todos los trabajadores han proporcionado su máximo de producción: para que el reparto de los productos entre ellos sea equitativo, es preciso que la parte de cada uno sea igual al cociente de la producción dividi- do por el número de los trabajadores. Hecha esta operación, ¿qué queda para completar los sueldos superiores? Absoluta- mente nada.
¿Se dirá que hay que deducir una contribución sobre todos los trabajadores? Pero entonces su consumo no será igual a su producción, el salario no pagará el servicio productivo, el tra- bajador no podrá rescatar su producto, y volveremos a incurrir en todas las miserias de la propiedad. No hablo de la injusticia hecha al trabajador despojado, de las rivalidades, de las ambi- ciones excitadas, de los odios encendidos: todas estas conside- raciones pueden tener su importancia, pero no van derecha- mente al hecho.
Por una parte, siendo corta y fácil la tarea de cada trabaja- dor, y siendo iguales los medios para realizarla con éxito, ¿cómo habría grandes y pequeños productores? Por otra parte, siendo las funciones todas iguales entre sí, sea por la equivalencia real de los talentos y de las capacidades, sea por la cooperación social, ¿cómo podría argumentar un funcionario sobre la exce- lencia de su genio para reclamar un salario proporcional? Pero ¿qué digo? en la igualdad los salarios son siempre pro- porcionales a las facultades. ¿Qué es el salario en economía?, es lo que compone el consumo reproductivo del trabajador. El acto mismo por el cual el trabajador produce es pues ese consu- mo, igual a su producción, que se le pide: cuando el astrónomo produce observaciones, el poeta versos, el sabio experiencias, consumen instrumentos, libros, viajes, etc., etc.; ahora bien, si la sociedad provee a ese consumo, ¿qué otra proporcionalidad de honorarios podrían exigir el astrónomo, el sabio, el poeta? Concluyamos pues que en la igualdad, y sólo en la igualdad, halla su plena y entera aplicación el adagio de Saint-Simon: A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. III. La gran llaga, la llaga horrible y siempre abierta de la propiedad, es que con ella la población, cualquiera que sea la cantidad en que se la reduzca, sigue siendo siempre y necesaria- mente superabundante. En todos los tiempos hubo quejas so- bre el exceso de población; en todos los tiempos se ha encon- trado la propiedad molestada por la presencia del pauperismo, sin apercibirse de que sólo ella era la causa del mismo: así nada más curioso que la diversidad de los medios que ella ha imagi- nado para extinguirlo. Lo atroz y lo absurdo se disputan en eso la palma.
La exposición de los niños fue la práctica constante de la antigüedad. El exterminio en grande y en detalle de los escla- vos, la guerra civil y extranjera, prestaron también su ayuda. En Roma, donde la propiedad era fuerte e inexorable, esos tres medios fueron tanto tiempo y tan eficazmente empleados, que al fin el imperio se encontró sin habitantes. Cuando los bárbaros llegaron, no encontraron a nadie: los campos no eran ya cultivados; la hierba crecía en las calles de las ciudades italianas.
En China, desde tiempo inmemorial, es el hambre el que se ha encargado del barrido de los pobres. Siendo el arroz casi la subsistencia del pueblo pequeño, un accidente hace fracasar la cosecha y en pocos días el hambre mata a los habitantes por miríadas; y el mandarín historiógrafo escribe en los anales del imperio del centro que en tal año de tal emperador, una penuria llevó 2, 30, 50, 100.000 habitantes. Después se entierra a los muertos, se vuelve a hacer hijos, hasta que otra penuria produ- ce el mismo resultado. Tal parece haber sido en todo tiempo la economía confuciana.
Tomo los siguientes detalles de un economista moderno:
"Desde los siglos catorce y quince, Inglaterra es devorada por el pauperismo; se dictan leyes de sangre contra los mendi- gos" (sin embargo su población no era la cuarta parte de la que es hoy).
"Eduardo prohíbe hacer limosnas, bajo pena de prisión... Las ordenanzas de 1547 y 1656 prestan disposiciones análogas en caso de reincidencia. Isabel ordena que cada parroquia ali- mentará a sus pobres. Pero ¿qué es un pobre? Carlos II decide que una residencia no puesta en discusión de 40 días comprue- ba el establecimiento en la comuna; pero se replica, y el recién llegado es forzado a desaparecer. Jacobo II modifica esa deci- sión, modificada de nuevo por Guillermo. En medio de los exá- menes, de las relaciones, de las modificaciones, el pauperismo crece, el obrero languidece y muere.
"La tasa de los pobres, en 1774, sobrepasa los 40 millones de francos; en 1783, 1784, 1785, han costado, por cada año común, 53 millones; en 1813, más de 187.500.000 francos; en 1816, 250 millones, en 1817, se supone que cuestan 317 millones.
"En 1821, la masa de los pobres inscritos en las parroquias era calculada en 4 millones, es decir, de la tercera a la cuarta parte de la población.
"Francia. En 1544, Enrique I instituye una tarifa de limosna para los pobres, con obligación de pagarla. En 1566 y en 1586 se recuerda el principio aplicándolo a todo el reino.
"Bajo Luis XIV, 40.000 pobres infestaban la capital (tantos, en proporción, como hoy). Ordenanzas severas fueron dicta- das acerca de la mendicidad. En 1740 el Parlamento de París reproduce por su iniciativa la cotización forzada.
"La Constituyente, asustada de la magnitud del mal y de las dificultades del remedio, ordena el statu quo.
"La Convención proclama como deuda nacional la asisten- cia a la pobreza. Su ley permanece sin ejecución.
"Napoleón quiere también remediar el mal: el pensamiento de su ley es la reclusión. "Por ese medio, decía, preservaré a los ricos de la importunidad de los mendigos y de la visión disgustante de las enfermedades de la alta miseria."" ¡Oh, gran hombre!
De estos hechos, que podría multiplicar mucho más, resul- tan dos cosas: una que el pauperismo es independiente de la población, otra que todos los remedios ensayados para extin- guirlo han quedado sin eficacia.
"El catolicismo fundó hospitales, conventos, mandó que se hiciesen limosnas, es decir estimuló la mendicidad; su genio, al hablar por boca de sus sacerdotes, no fue muy lejos."
El poder secular de las naciones cristianas ordenó tanto im- puestos sobre los ricos, como la expulsión y la encarcelación de los pobres, es decir, por un lado la violación del derecho de propiedad, y por otro la muerte civil y el asesinato. Los modernos economistas, imaginándose que la causa del pauperismo está toda ella en la superabundancia de población, se han dedicado sobre todo a comprimir su florecimiento. Los unos quieren que se impida el matrimonio al pobre, de manera que después de haber declamado contra el celibato religioso, se propone un celibato forzado, que se convertirá necesariamente en un celibato libertino.
Los otros no aprueban ese medio, demasiado violento, y que quitan, dicen, al pobre el cínico placer que conoce en el mundo. Quisieran solamente que se le recomendase la pruden- cia; es la opinión de los señores Malthus, Sismondi, Say, Droz, Duchâtel, etcétera.
Además, sería oportuno explicarse categóricamente sobre esa prudencia matrimonial que se recomienda tan insistente- mente al obrero; porque aquí hay que temer el más molesto de los equívocos, y sospecho que los economistas no son entendi- dos perfectamente. "Eclesiásticos poco ilustrados se alarman cuando se habla de llevar la prudencia al matrimonio; temen que ello vaya contra la orden divina: creced y multiplicaos. Para ser consecuentes, deberán dirigir la anatema a los celibatarios." (J. Droz, Économie politique).
El señor Droz es demasiado honesto y demasiado poco teó- logo para haber comprendido la causa de las alarmas de los casuistas, y esa casta ignorancia es el más bello testimonio de la pureza de su corazón. La religión no ha estimulado nunca la precocidad de los matrimonios, y la especie de prudencia que ella censura es la expresada en este latín de Sanchez: An licet ob metum liberorum semen extra vas ejicere.
Destutt de Tracy parece no acomodarse ni a una ni a otra prudencia; dice: "Confieso que no comparto el celo de los moralistas para disminuir y estorbar nuestros placeres más que el de los políticos para acrecentar nuestra fecundidad y acele- rar nuestra multiplicación". Su opinión es pues que se haga el amor y se case todo lo que se pueda. Pero las consecuencias del amor y del matrimonio son el hacer pulular la miseria; nuestro filósofo no se atormenta por ello. Fiel al dogma de la necesi- dad del mal, es del mal del que espera la solución de todos los problemas. También añade: "Continuando la multiplicación de los hombres en todas las clases de la sociedad, lo superfluo de las primeras es necesariamente rechazado hacia las clases inferiores, y lo de las últimas es destruido por la miseria". Esta filosofía cuenta pocos partidarios abnegados; pero tiene sobre cualquier otra la ventaja innegable de ser demostrada por la práctica. Es también lo que Francia ha querido profesar antes en la Cámara de Diputados: Habrá siempre pobres -tal es el aforismo político con el cual el ministro ha pulverizado la ar- gumentación del señor Arago-. Habrá siempre pobres. Sí, con la propiedad.
Los fourieristas, inventores de tantas maravillas, no po- dían, en esta ocasión, mentir a su carácter. Han inventado pues cuatro medios para detener, a voluntad, el florecimiento de la población.
1º) El vigor de las mujeres. La experiencia les es contraria en este punto; porque si las mujeres vigorosas no son siempre las más prontas para concebir, al menos son las que tienen hijos más viables, de suerte que la ventaja de maternidad es suya.
2º) El ejercicio integral, o desarrollo igual de todas las fa- cultades psíquicas. Si ese desarrollo es igual, ¿cómo se amino- raría la potencia de la reproducción?
3º) El régimen gastrosófico, en francés filosofía del gazna- te. Los fourieristas afirman que una alimentación lujuriante y copiosa haría estériles a las mujeres, como una superabundan- cia de savia hace las flores más ricas y más bellas al hacerlas abortar. Pero la analogía es falsa: el aborto de las flores viene del hecho de que los estambres u órganos machos son cambia- dos en pétalos, como se puede persuadir uno al inspeccionar una rosa, y porque por el exceso de humedad el polvo fecundante ha perdido su virtud prolífica. Para que el régimen gastrosófico produzca los resultados que de él se esperan, no basta pues engordar a las hembras, hay que hacer impotentes a los machos.
4º) Las costumbres fanerógamas, o el concubinato público: yo ignoro por qué los falansterianos emplean palabras griegas para expresar ideas que tienen buen equivalente en francés. Este medio, así como el precedente, es imitado de los procedimien- tos civilizados: Fourier cita él mismo como prueba el ejemplo de las prostitutas. Ahora bien, la mayor incertidumbre reina todavía sobre los hechos que alega; es lo que dice formalmente Parent Duchâtelet, en su libro sobre la Prostitución. Según las informaciones que he podido recoger, los remedios al pauperismo y a la fecundidad, indicados por el uso constante de las naciones, por la filosofía, por la economía política y por los reformadores más recientes, son comprendidos en la lista siguiente: masturbación, onanismo, 2 pederastia, tribadismo, poliandria, 3 prostitución, castración, reclusión, aborto, infanticidio. 4 La insuficiencia de todos estos medios ha sido probada, y sólo queda su proscripción.
Por desgracia, la proscripción, al destruir a los pobres, no haría más que acrecentar la proporción. Si el interés obtenido por el propietario sobre el producto es solamente igual a la vigésima parte de ese producto (según la ley, es igual al vigési- mo del capital), se sigue de ahí que 20 trabajadores no produ- cen más que 19, porque hay uno entre ellos que se llama pro- pietario y que come la parte de dos. Supongamos que el traba- jador vigésimo, el indigente, sea muerto, la producción del año siguiente habrá disminuido en una vigésima parte; por consi- guiente, el decimonono tendrá que ceder su porción y perecer. Porque, como no es el vigésimo del producto de 19 lo que debe ser pagado al propietario, sino el vigésimo del producto de 20 (véase la tercera proposición), es un vigésimo más un 400 avo de su producto lo que cada sobreviviente debe cercenarse; en otros términos, es un hombre sobre 19 al que hay que matar. Por tanto, con la propiedad, cuantos más pobres se matan, más renacen en proporción.
Malthus, que ha probado tan sabiamente que la población crece en una progresión geométrica, mientras que la produc- ción no aumenta más que en progresión aritmética, no ha ob- servado esa potencia pauperizante de la propiedad. Sin esta omisión, hubiese comprendido que antes de tratar de reprimir nuestra fecundidad, hay que comenzar por abolir el derecho de albarranía, porque allí donde ese derecho es tolerado, cuales- quiera que sean la extensión y la riqueza del suelo, hay siempre demasiados habitantes.
Se pedirá quizá qué medio propondría yo para mantener el equilibrio de la población: porque tarde o temprano ese proble- ma deberá ser resuelto. Este medio me permitirá el lector que no lo mencione aquí. Porque, según mi opinión, no es decir nada si no se prueba: ahora bien, para exponer en toda su ver- dad el medio de que hablo, no me haría falta menos que un tratado en las formas. Es algo tan simple y tan grande, tan co- mún y tan noble, tan verdadero y tan desconocido, tan santo y tan profano, que llamarlo, sin desarrollo y sin pruebas, no ser- viría más que para promover el desprecio y la incredulidad. Que nos baste una cosa: establezcamos la igualdad, y veremos aparecer ese remedio; porque las verdades se siguen del mismo modo que los errores y los crímenes.
¿Qué es el Gobierno? El Gobierno es la economía pública, la administración suprema de la actividad y de la riqueza de toda la nación.
Pero la nación es como una gran sociedad de la que todos los ciudadanos son accionistas. Cada uno tiene voz en la Asam- blea, y si las acciones son iguales, debe poseer un voto. Pero en el régimen de la propiedad, las participaciones de los accionis- tas son desiguales. Hay quien tiene derecho a varios centenares de votos, mientras otros sólo tienen uno. Si yo, por ejemplo, disfruto de un millón de renta, es decir, si soy propietario de una fortuna de 30 ó 40 millones en bienes inmuebles, y esta fortuna equivale a
000 . 30
1 del capital nacional, es evidente que la superior administración de
la fortuna equivale a
000 . 30
1
par- te del Gobierno, y si la nación cuenta 34 millones de habitan- tes, yo solo valgo tanto como 1.133 poseedores de una sola acción.
Así, cuando M. Arago pide el sufragio para todos los guar- dias nacionales se ajusta a los buenos principios, porque a todo ciudadano corresponde, por lo menos, una acción nacional, la cual le da derecho a un voto. Pero el ilustre orador debería pedir, al mismo tiempo, que cada elector tuviera tantos sufra- gios como acciones, de la misma manera que se practica, según todos sabemos, en las sociedades mercantiles. Porque lo con- trario sería pretender que la nación tuviese derecho a disponer de los bienes de los particulares sin consultarlos, y esto es con- trario al derecho de propiedad. En un país donde impera la propiedad, la igualdad de los derechos electorales es una viola- ción de la propiedad.
Pero si la soberanía puede y debe atribuirse a cada ciudada- no en razón de su propiedad, los pequeños accionistas están a merced de los más fuertes, quienes podrán, cuando quieran, hacer de aquéllos sus esclavos, casarlos a su voluntad, quitarles sus mujeres, castrar a sus hijos, prostituir a sus hijas, tirar al mar a los viejos, y a esto habrán de llegar forzosamente en la imposibilidad de sostener a todos sus servidores.
La propiedad es incompatible con la igualdad política y ci- vil, luego la propiedad es imposible.
Comentario histórico. 1º) Cuando fue decretado por los es- tados generales de 1789 el doblamiento del tercio fue perpetra- da una gran violación de la propiedad. La nobleza y el clero poseían por sí solos los tres cuartos del suelo francés; la noble- za y el clero debían formar las tres cuartas partes de la repre- sentación nacional. El doblamiento del tercio era justo, se dice, porque el pueblo pagaba casi solo los impuestos. Esta razón sería buena, si no se hubiese tratado más que de votar sobre los impuestos; pero se hablaba de reformar el gobierno y la consti- tución; por eso el doblamiento del tercio era una usurpación y un ataque a la propiedad.
2º) Si los representantes actuales de la oposición radical llegaban al poder, harían una reforma por la cual todo guar- dia nacional sería elector, y todo elector elegible: ataque a la propiedad.
Convertirían la renta: ataque a la propiedad. Harían, en el interés general, leyes sobre la exportación de ganados y de trigos: ataque a la propiedad. Cambiarían gratuitamente la instrucción entre el pueblo: conjuración contra la propiedad.
Organizarían el trabajo, es decir, asegurarían el trabajo al obrero y le harían participar en los beneficios: abolición de la propiedad.
Ahora bien, esos mismos radicales son defensores celosos de la propiedad, prueba radical de que no saben ni lo que hacen ni lo que quieren.
3º) Puesto que la propiedad es la gran causa del privilegio y del despotismo, la fórmula del juramento republicano debe ser cambiada. En lugar de: Juro odio a la realeza, en lo sucesivo el recipiendario de una sociedad secreta debe decir: Juro odio a la propiedad.
Si consideramos, como los economistas, al trabajador cual una máquina viviente, el salario que recibe vendrá a represen- tar el gasto necesario para la conservación y reparación de su máquina. Un industrial que pague a sus empleados y obreros 3, 5, 10 y 15 francos por día y que se adjudique a sí mismo 20 francos por su dirección, no cree perdidos sus desembolsos, porque sabe que reingresarán en su caja en forma de produc- tos. Así, trabajo y consumo reproductivo son una misma cosa. ¿Qué es el propietario? Una máquina que no funciona, o que, si funciona por gusto y según capricho, no produce nada. ¿Qué es consumir propietariamente? Es consumir sin trabajar, consumir sin producir. Porque aun lo que el propietario consu- me como trabajador, ni siquiera es consumo productivo; pero nunca da su trabajo a cambio de su propiedad, ya que en ese caso dejaría de ser propietario. Si consume como trabajador el propietario gana, o por lo menos no pierde nada, porque reco- bra lo gastado; si consume propietariamente, se empobrece. Para disfrutar la propiedad, es necesario destruirla. Para ser efecti- vamente propietario, es preciso dejar de serlo.
El trabajador que consume su salario es una máquina que produce; el propietario que consume su albarranía es un abismo sin fondo, un arenal que se riega, una roca en la que se siembra.
Todo esto es tan cierto, que el propietario, no queriendo o no sabiendo producir, y conociendo que a medida que usa de la propiedad la destruye irreparablemente, ha tomado el partido de obligar a otros a producir en su lugar. Esto es lo que la econo- mía política llama producir por su capital, producir por su ins- trumento. Y esto es lo que hay que llamar producir por un escla- vo, producir como ladrón y como tirano. ¡Producir el propieta- rio!... También el ratero bien puede decir: -Yo produzco.
El consumo del propietario se denomina lujo, en oposición al consumo útil. Por lo dicho se comprende que puede haber gran lujo en una nación, sin que por ello sea más rica, y que, por el contrario, será tanto más pobre cuanto más lujo haya.
Los economistas (preciso es hacerles justicia) han inspirado tal horror al lujo que, al presente, gran número de propietarios, por no decir casi todos, avergonzados de su ociosidad, traba- jan, ahorran, capitalizan. Esto es acrecentar el daño. He de repetir lo que ya he dicho, aun a riesgo de ser pesado.
El propietario que cree justificar sus rentas trabajando y perci- be remuneración por su trabajo es un funcionario que cobra dos veces. He aquí toda la diferencia que existe entre el propie- tario ocioso y el propietario que trabaja. Por su trabajo, el pro- pietario sólo gana su salario, pero no sus rentas. Y como su condición económica le ofrece una ventaja inmensa para dedi- carse a las funciones más lucrativas, puede afirmarse que el trabajo del propietario es más perjudicial que útil a la sociedad. Haga lo que haga el propietario, el consumo de sus rentas es una pérdida real que sus funciones retribuidas no reparan ni justifican, y que destruiría la propiedad si no fuese necesaria- mente compensada con una producción ajena.
El propietario que consume, aniquila, por tanto, el produc- to. Pero todavía es peor que se dedique al ahorro. Las monedas que guardan sus arcas pasan a otro mundo; no se las vuelve a ver jamás. Si hubiera comunicación con la luna y los propieta- rios se dedicasen a llevar allí sus ahorros, al cabo de algún tiem- po nuestro planeta sería transportado por ellos a dicho satélite. El propietario que economiza impide gozar a los demás, sin lograr disfrute para sí mismo. Para él ni posesión ni propiedad.
Como el avaro, guarda su tesoro y no lo usa. Por mucho que lo mire y remire, lo vigile y lo acompañe, las monedas no parirán más monedas. No hay propiedad completa sin disfrute, ni dis- frute sin consumo, ni consumo sin pérdida de la propiedad. Tal es la inflexible necesidad a que por voluntad de Dios tiene que someterse el propietario. ¡Maldita sea la propiedad!
El propietario que capitaliza su renta, en vez de consumirla, la emplea contra la producción, y por esto hace imposible el ejercicio de su derecho. Cuanto más aumente el importe de los intereses que ha de recibir, más tiene que disminuir los salarios, y cuanto más disminuya los salarios (lo que equivale a amino- rar la conservación y reparación de las máquinas humanas), más disminuye la cantidad de trabajo, y con la cantidad de tra- bajo la cantidad del producto, y con ésta la fuente misma de sus rentas. El siguiente ejemplo demostrará la verdad de esta afir- mación. Supongamos que una gran posesión de tierras labora- bles, viñedos, casa de labor, etc., vale, con todo el material de explotación, 100.000 francos, valorada al 3 por 100 de sus ren- tas. Si en vez de consumir éstas el propietario las aplica, no al aumento de su posesión, sino a su embellecimiento, ¿podrá exi- gir de su colono 90 francos más cada año por los 3.000 que capitalizarían en otro caso? Evidentemente, no; porque en se- mejantes condiciones el colono no producirá lo bastante y se verá muy pronto obligado a trabajar por nada; ¿qué digo por nada?, a dar dinero encima para cumplir el contrato.
La renta no puede aumentar sino por el aumento del fondo productivo: de nada serviría cerrarlo con tapias de mármol ni labrarlo con arados de oro. Pero como no siempre es posible adquirir sin cesar, añadir unas fincas a otras, y el propietario puede capitalizar en todo caso, resulta que el ejercicio de su derecho llega a ser, en último término, fatalmente imposible. A pesar de esta imposibilidad, la propiedad capitaliza, y al capi- talizar multiplica sus intereses; y sin detenerme a exponer los numerosos ejemplos particulares que ofrece el comercio, la in- dustria manufacturera y la banca, citaré un hecho más grave y que afecta a todos los ciudadanos: me refiero al aumento inde- finido del presupuesto del Estado.
El impuesto es mayor cada año. Sería difícil decir con exacti- tud en qué parte de las cargas públicas se hace ese recargo, por- que ¿quién se puede alabar de conocer al detalle un presupues- to? Todos los días vemos en desacuerdo a los más hábiles financistas. ¿Qué creer de la ciencia de gobernar, cuando los maestros de ella no pueden entenderse? Cualesquiera que sean las causas inmediatas de esta progresión del presupuesto, lo cierto es que los impuestos siguen aumentando de modo desesperante. Todo el mundo lo ve, todo el mundo lo dice, pero nadie advierte cuál es la causa primera. 5 Yo afirmo que lo que ocurre no puede ser de otra manera y que es necesario e inevitable.
Una nación es como la finca de un gran propietario que se llama Gobierno, al cual se abona, por la explotación del suelo, un canon conocido con el nombre de impuesto. Cada vez que el Gobierno sostiene una guerra, pierde o gana una batalla, cam- bia el material del ejército, eleva un monumento, construye un canal, abre un camino o tiende una línea férrea, contrae un nuevo préstamo, cuyos intereses pagan los contribuyentes. Es decir, que el Gobierno, sin acrecentar el fondo de producción, aumenta su capital activo. En una palabra, capitaliza exacta- mente igual que el propietario a quien antes me he referido. Una vez contratado el empréstito y conocido el interés, no hay forma de eliminar esa carga del presupuesto: para ello sería necesario que los prestamistas hiciesen dimisión de sus intere- ses, lo cual no es admisible sin abandono de la propiedad; o que el Gobierno se declarase en quiebra, lo que supondría una nega- ción fraudulenta del principio político; o que satisficiese la deu- da, lo que no podría hacer sino mediante otro préstamo; o que hiciera economías, reduciendo los gastos, cosa también imposi- ble, porque si se contrajo el préstamo fue por ser insuficientes los ingresos ordinarios; o que el dinero gastado por el Gobierno fuese reproductivo, lo cual sólo puede ocurrir acrecentando el fondo de producción, acrecentamiento opuesto a nuestra hipó- tesis; o, finalmente, sería preciso que los contribuyentes sufra- gasen un nuevo impuesto para reintegrar el préstamo, cosa im- posible, porque si la distribución de este impuesto alcanza a to- dos los ciudadanos, la mitad de ellos, por lo menos, no podrían pagarlo, y si sólo se exigiese a los ricos, sería una exacción for- zosa, un atentado a la propiedad. Hace ya mucho tiempo que la práctica financiera ha demostrado que el procedimiento de los empréstitos, aunque excesivamente dañoso, es todavía el más cómodo, el más seguro y el menos costoso. Se acude, pues, a él; es decir, se capitaliza sin cesar, se aumenta el presupuesto. Por consiguiente, lejos de reducirse el presupuesto, cada vez será mayor: éste es un hecho tan sencillo, tan notorio, que es ex- traño que los economistas, a pesar de todo su talento, no lo hayan advertido. Y si lo han notado, ¿por qué no lo han denunciado?
Comentario histórico. - Hay mucha preocupación hoy por una operación de las finanzas de la que se espera un gran resulta- do para el desgravamiento del presupuesto; se trata de la conver- sión de la renta del 5 por 100. Dejando de lado la cuestión polí- tico-legal para no ver más que la cuestión financiera, ¿no es ver- dad que, cuando se haya convertido el 5 por 100 en 4 por ciento, habrá más tarde, y por las mismas razones y las mismas necesi- dades, que convertir el 4 en 3, después el 3 en 2, luego el 2 en 1, y después, al fin, abolir toda especie de renta? Pero eso equival- dría, de hecho, a decretar la igualdad de las condiciones y la abo- lición de la propiedad; ahora bien, me parecería digno de una nación inteligente adelantarse a una revolución inevitable, más bien que dejarse arrastrar por el carro de la inflexible necesidad.
Si los hombres, constituidos en estado de igualdad, hubie- sen concedido a uno de ellos el derecho exclusivo de propiedad, y este único propietario impusiera sobre la humanidad, a inte- rés compuesto, una suma de 100 francos, pagadera a sus des- cendientes de la veinticuatro generación, al cabo de 600 años ese préstamo de 100 francos, al 5 por ciento de réditos, impor- taría 107.854.010.777.600 francos, cantidad 2.696 1/3 veces mayor que el capital de Francia, calculando este capital en 40.000 millones, y veinte veces mayor que el valor de todo el globo terráqueo.
Con arreglo a nuestras leyes civiles, si un hombre en el rei- nado de San Luis hubiera recibido a préstamo la misma canti- dad de 100 francos, negándose él, y luego sus herederos, a de- volverla, suponiendo que todos éstos la poseyesen indebida- mente (para poder exigirles el interés legal del préstamo) y que la prescripción se hubiera interrumpido oportunamente, resul- taría que el último heredero de este propietario podría ser con- denado a devolver los 100 francos más sus intereses y los inte- reses de estos intereses no satisfechos; todo lo cual ascendería aproximadamente a 108.000 millones.
Todos los días se están viendo fortunas cuya progresión es incomparablemente más rápida. El ejemplo precedente supone un beneficio igual a la vigésima parte del capital, y es corriente en el orden de los negocios y que se eleve a la décima, a la quinta parte, a la mitad del capital y aun al capital mismo.
No quiero extenderme más en esos cálculos, que cada cual puede hacer por sí hasta el infinito, y sobre los que sería pueril insistir más. Me limito a preguntar con arreglo a qué ley decla- ran los jueces en su fallo el pago de los intereses. Y tomando la cuestión de más alto, pregunto: el legislador, al proclamar el principio de propiedad, ¿ha previsto todas sus consecuencias? ¿Ha tenido en cuenta la ley de lo posible? Si la ha conocido, ¿por qué el Código no habla de ella? ¿Por qué se permite al propietario esa terrible latitud en el aumento de su propiedad y en la reclamación de los intereses; al juez, en la declaración y determinación del derecho de propiedad; al Estado, en la facul- tad de establecer incesantemente nuevos impuestos? ¿Cuándo tiene el pueblo derecho a no pagar el impuesto, el colono la renta y el industrial los intereses de su capital? ¿Hasta qué pun- to puede explotar el ocioso al trabajador? ¿Dónde empieza el derecho de expoliación y dónde acaba? ¿Cuándo puede decir el productor al propietario: "Nada te debo"? ¿Cuándo está la propiedad satisfecha? ¿Cuándo no le es lícito robar más?...
Si el legislador ha conocido la ley de lo posible y no la ha tenido presente, ¿a qué ha quedado reducida su justicia? Si no la ha conocido, ¿dónde está su sabiduría? Inicuo o imprevisor, ¿cómo hemos de reconocer su autoridad? Si nuestras constitu- ciones y códigos sólo tienen por principio una hipótesis absur- da, ¿qué se enseña en las escuelas de Derecho? ¿Qué valor tiene una sentencia del Tribunal Supremo? ¿Sobre qué discuten y deliberan nuestros parlamentarios? ¿Qué es la política? ¿A qué llamamos hombre de Estado? ¿Qué significa jurisprudencia? ¿No deberíamos mejor decir jurisignorancia?
Si todas nuestras instituciones tienen por principio un error de
cálculo, ¿no se deduce que estas instituciones son otras tantas
mentiras? Y si todo el edificio social está vinculado en esta impo-
sibilidad absoluta de la propiedad, ¿no es evidente que el gobier- no
que nos rige es una quimera y la actual sociedad una utopía? NOVENA
PROPOSICIÓN
LA PROPIEDAD ES IMPOSIBLE , PORQUE ES IMPOTENTE CONTRA LA PROPIEDAD .
I. Con arreglo al corolario tercero de nuestro axioma, el interés corre lo mismo contra el propietario que contra el que no lo es. Este principio de economía es universalmente admiti- do. Nada más sencillo al primer golpe de vista; sin embargo, nada hay más absurdo, ni más contradictorio en los términos, ni de más absoluta imposibilidad.
El industrial, se dice, se paga a sí mismo el alquiler de su casa y de sus capitales. Se paga, es decir, se hace pagar por el público que compra sus productos: porque supongamos que este beneficio que él pretende obtener sobre su propiedad qui- siera igualmente percibirlo sobre sus mercancías; ¿podría en tal caso abonarse un franco por lo que le cuesta 90 céntimos y ganar en el cambio? No; semejante operación haría pasar el dinero del comerciante de su mano derecha a la izquierda, pero sin ninguna utilidad para él.
Lo que es cierto tratándose de un solo individuo que trafi- que consigo mismo, lo es también en toda sociedad de comer- cio. Imaginemos una serie de quince, veinte productores, tan extensa como queramos. Si el productor A obtiene un beneficio sobre el productor B, éste, según los principios económicos, se reintegra de C, C de D, y así sucesivamente hasta llegar a Z. Pero ¿de quién se reintegra Z del beneficio deducido en un prin- cipio por A? Del consumidor, contesta Say. ¡Esto no es decir nada! ¿Acaso este consumidor es otro que A, B, C, etcétera? ¿De quién se reintegrará, pues, Z? Si se reintegra del primer beneficiado A, no habrá beneficio alguno para nadie, ni, por consiguiente, propiedad. Si por el contrario, Z paga ese benefi- cio, desde ese mismo instante deja de ser parte de la sociedad, puesto que no obtiene el derecho de propiedad ni el beneficio de que disfrutan los demás asociados.
Y como una nación, como la humanidad entera, es una gran sociedad industrial que no puede obrar fuera de ella misma, queda demostrado que nadie puede enriquecerse sin que otro se empobrezca. Porque para que el derecho de propiedad y el de- recho de albarranía sean respetados a A, es preciso que se le niegue a Z. De donde se deduce que la igualdad de derecho puede subsistir con independencia de la igualdad de condicio- nes. La iniquidad de la economía política en esta materia es flagrante. "Cuando yo, empresario de industria, compro el ser- vicio de un obrero, no incluyo su salario en el producto neto de mi empresa, sino que, por el contrario, lo deduzco de él; mas para el obrero el salario es un producto neta... (Say, Economía política.) Esto significa que todo lo que gana el obrero es pro- ducto neto; y que, en lo que gana el empresario, sólo es produc- to neto lo que excede de sus gastos. Y ¿por qué razón solamente el empresario tiene el derecho de beneficiarse? ¿Por qué causa este derecho, que en el fondo es el derecho mismo de propiedad, no se le concede al obrero? Según los términos de la ciencia económica, el obrero es un capital, y todo capital, aparte sus gastos de reparación y conservación, debe dar un interés. Esto es lo que el propietario procura para sus capitales y para sí mis- mo. ¿Por qué no se permite al obrero obtener igualmente un interés sobre su capital, que es su propia persona? La propiedad supone, pues, la desigualdad de derechos. Porque si no signifi- case la desigualdad de derechos, sería la igualdad de bienes, y no habría propiedad. Como la Constitución garantiza a todos la igualdad de derechos, según ella la propiedad es imposible.
II. ¿El propietario de una finca A, puede, por este hecho, apoderarse del campo B, limítrofe del suyo? "No -responden los propietarios-. Pero ¿qué tiene esto de común con el derecho de propiedad?" Esto es lo que vamos a ver, por una serie de proposiciones idénticas.
El industrial C, comerciante de sombreros, ¿tiene derecho a obligar a D, su vecino, también comerciante de sombreros, a cerrar su tienda y a abandonar su comercio? -En modo alguno. Pero C quiere ganar un franco en cada sombrero, mientras D se conforma con 50 céntimos de beneficio; es evidente que la mo- deración de D perjudica a las pretensiones de C. ¿Tiene éste derecho para impedir la venta a D? No, seguramente.
Puesto que D es dueño de vender sus sombreros a 50 cénti- mos más baratos que C, éste, a su vez, puede también rebajar el precio de los suyos un franco. Pero D es pobre, mientras que C es rico; de modo que al cabo de dos años D está arruinado por esta concurrencia insostenible, y C se ha apoderado de toda la venta. ¿El propietario D tiene algún recurso contra el propieta- rio C? ¿Puede ejercitar contra su rival una acción reivindicadora de su comercio, de su propiedad? -No, porque D tenía el dere- cho de hacer lo mismo que C, si hubiese sido más rico que él. Por la misma razón, el gran propietario A puede decir al pequeño propietario B: "Véndeme tu campo, porque si no, te impediré vender el trigo"; y esto sin hacerle el menor daño y sin que B tenga derecho a querellarse. Es evidente que, como A se lo proponga, devorará a B por la sola razón de que es más poderoso que él. Así no es, en razón del derecho de propiedad, por lo que A y C habrán desposeído a B y D, sino por el derecho de la fuerza. Con arreglo al derecho de propiedad, los dos co- lindantes A y B, del mismo modo que los comerciantes C y D, nada podrían. Jamás se hubieran desposeído, ni aniquilado, ni enriquecido unos a costa de otros: es el derecho del más fuerte el que ha consumado el acto del despojo.
También por el derecho del más fuerte, el industrial consi- gue en los salarios la reducción que quiere, y el comerciante rico y el propietario aprovisionado venden sus productos al precio que les place. El industrial dice al obrero: -Eres dueño de prestar en otra parte tus servicios y yo también soy libre de aceptarlos; te ofrezco tanto. El comerciante dice a sus clientes:
-Sois dueños de vuestro dinero como yo lo soy de mi mercan- cía; o tomarla o dejarla; quiero tanto por ella. ¿Quién cederá? Por tanto, sin la fuerza, la propiedad sería impotente contra la propiedad, ya que sin la fuerza no podría acrecentarse por la albarranía. Luego, sin la fuerza, la propiedad es nula.
Comentario histórico. - La cuestión de los azúcares colo- niales e indígenas nos proporciona un ejemplo notable de esa imposibilidad de la propiedad. Abandonad a sí mismas las dos industrias, y el fabricante indígena será arruinado por el colo- no. Para sostener la remolacha es preciso gravar la caña; para mantener la propiedad del uno, hay que lesionar la propiedad del otro. Lo que hay de más notable en este asunto es precisa- mente aquello a que se ha dedicado menos atención, a saber: que, de un modo u otro, la propiedad debía ser violada. Impo- ned a cada industria un derecho proporcional, de manera como para equilibrarlas sobre el mercado, y crearéis un máximo, in- feriréis a la propiedad un doble golpe: por una parte, vuestra tasa obstruye la libertad de comercio; por otra, desconoce la igualdad de los propietarios. Indemnizad la remolacha y viola- réis la propiedad del contribuyente. Explotad, por cuenta de la nación, las dos calidades de azúcar, como se cultivan diversas calidades de tabaco, y aboliréis una especie de propiedad. Este último partido sería el más simple y el mejor; pero para inducir a la nación, es preciso un concurso de espíritus hábiles y de voluntades generosas, que no es posible realizar hoy.
La concurrencia, o dicho de otro modo, la libertad de co- mercio, en una palabra, la propiedad en los cambios, será largo tiempo todavía el fundamento de nuestra legislación comercial, que, desde el punto de vista económico, abarca todas las leyes civiles y todo gobierno. Ahora bien, ¿qué es la concurrencia? Un duelo en campo cerrado, en el cual el derecho se decide por las armas.
¿Quién miente, el acusado o el testigo? decían nuestros bár- baros antepasados. -Que se les haga batirse -respondía el juez todavía más bárbaro-: el más fuerte tendrá razón. ¿Quién de nosotros venderá especias al vecino? -Que se las ponga en el almacén -grita el economista-: el más hábil o el más pillo será el más honesto y mejor mercader. Es todo el espíritu del Código Napoleón.
El desarrollo de esta proposición será la síntesis de las pre- cedentes:
1º) El principio del desarrollo económico es que los produc- tos sólo se adquieren por productos; no pudiendo ser defendida la propiedad sino en cuanto es productora de utilidad, y desde el momento en que nada produce está condenada.
2º) Es una ley económica que el trabajo debe ser compensa- do con el producto; es un hecho que, con la propiedad, la pro- ducción cuesta más que vale.
3º) Otra ley económica: Dado un capital la producción se determina, no en razón de la magnitud del capital, sino de la fuerza productora. Al exigir la propiedad que la renta sea siem- pre proporcionada al capital, sin consideración al trabajo, des- conoce esta relación de igualdad del efecto a la causa.
4º y 5º) El trabajador sólo produce para sí mismo; al exigir la propiedad doble producto sin poder obtenerlo, despoja al trabajador y lo mata.
6º) La Naturaleza ha dado a cada hombre una razón, una inteligencia, una voluntad; la propiedad, al conceder a un mismo individuo pluralidad de sufragios, le atribuye pluralidad de almas.
7º) Todo consumo que no produce utilidad es una destruc- ción; la propiedad, ya consuma, ya ahorre, ya capitalice, es pro- ductora de inutilidad, causa de esterilidad y de muerte.
8º) Toda satisfacción de un derecho natural es una ecua- ción. En otros términos, el derecho a una cosa se realiza necesa- riamente por la posesión de ella. Así, entre el derecho y la liber- tad y la condición del hombre libre hay equilibrio, ecuación. Entre el derecho de ser padre y la paternidad, ecuación. Entre el derecho de la seguridad personal y la garantía social, ecuación. Pero entre el derecho de albarranía y la percepción de esta albarranía, no hay jamás ecuación, porque a medida que la albarranía se cobra, da derecho a otra, ésta a una tercera, y así indefinidamente. Y no siendo la propiedad adecuada a su obje- to, es un derecho contra la Naturaleza y contra la razón.
9º) Finalmente, la propiedad no existe por sí misma. Para producirse, para obrar, tiene necesidad de una causa extraña, que es la fuerza o el fraude. En otros términos, la propiedad no es igual a la propiedad, es una negación, una mentira, es nada.
NOTAS
* Impuesto que satisfacía cada individuo a su señor, en tiempos del feudalismo.
1 Teniendo Fournier que multiplicar un número entero por una fracción, no dejaba nunca, se dice, de hallar un producto mucho mayor que el multiplicando. Afirma que en armonía el mercurio sería solidificado a una temperatura por encima de cero; es como si hubiese dicho que los armonistas harían hielo ardiente. Preguntaba a un falansteriano de mucho ingenio lo que pensaba de esta física: No sé -me respondió-, pero creo. El mismo personaje no creía en la presencia real.
2 Hoc inter se differunt onanismus et manuspratio, nempe quod haec a solitario exercetur, ille autem a duobos reciprocatur, masculo scilicet et faemina. Porro foedam onanismi venerem ludentes uxoria mariti habent nunc ominum suavissimam.
3 Poliandria, pluralidad de maridos.
4 El infanticidio acaba de ser pedido públicamente en Inglaterra, en un folleto cuyo autor se da como discípulo de Malthus. Propone una masacre anual de inocentes en todas las familias cuya progenie supere el número fijado por la ley: y pide que sea destinado a la sepultura especial de los supernumerarios un cementerio magnífico, adornado de estatuas, de bosquecillos, de chorros de agua, de flores. Las madres irían a ese lugar de delicias a soñar con la dicha de esos angelitos, y volverían consoladas para hacer otros a quienes se haría seguir la misma suerte.
5 "La posición financiera del gobierno inglés ha sido puesta al descubierto en la sesión de la Cámara de los Lores el 23 de enero; no es brillante. Desde hace varios años los gastos superan a los ingresos y el ministerio no restablece la balanza más que con ayuda de empréstitos renovados todos los años. El déficit, comprobado oficialmente para 1838 y 1839, asciende él solo a 47.500.000 francos. En 1840, el excedente previsto de los gastos sobre los ingresos será de 22.500.000 francos. Fue lord Ripon el que ha dado esas cifras. Lord Melbourne le ha respondido: "El noble conde ha tenido desgraciadamente razón al declarar que los gastos públicos van en continuo crecimiento, y, como él, debo decir que no hay que esperar que se pueda aplicar alguna disminución o un remedio a esos gastos"" (National, 26 de enero de 1840).