"No pertenezco a ningún partido ni camarilla; no tengo adeptos, ni colegas, ni compañeros. No he creado ninguna sec- ta; aun cuando me lo ofrecieran, rechazaría el papel de tribuno por la simple razón de que no deseo esclavizarme." Esto decla- raba Proudhon en 1840, poco después de la publicación de su Obra ¿Qué es la propiedad?, la que habría de darle fama, amén de ubicarlo entre los más grandes pensadores socialistas del si- glo diecinueve.
Henos aquí ante una de esas paradójicas declaraciones en que tanto se complacía Proudhon, pues en ella hay verdad y no la hay. Durante el cuarto de siglo de su carrera de filósofo revo- lucionario fue siempre una figura solitaria, que no adhirió a ningún partido, no creó ningún movimiento formal para pro- pagar sus ideas y trató de ser rechazado antes que aceptado. No fue puramente maliciosa la definición que de él hizo Victor Considérant: "Ese extraño hombre empeñado en lograr que nadie compartiera sus puntos de vista". Le gustaba desconcer- tar no sólo a los burgueses sino también a los demás socialistas; y gran deleite le dio recibir en los días más tormentosos de la revolución de 1848 el mote de "l'homme terreur".
Sin embargo, las ideas de Proudhon fueron tan vigorosas que fertilizaron a muchos movimientos posteriores. "Proudhon es el maestro de todos nosotros", dijo su formidable admirador ruso Miguel Bakunin, por cuyo intermedio pasaron aquellas ideas al movimiento anarquista histórico. La Primera Interna- cional nació principalmente por los esfuerzos de los trabajado- res franceses, para los que la palabra de Proudhon era el evan- gelio revolucionario, y fue destruida por la gran disputa entre quienes apoyaban al socialismo libertario del tipo que él propi- ciaba y quienes aceptaban el patrón autoritario concebido por Karl Marx. Más tarde, también a impulsos de anarcosindicalistas que se guiaban por las teorías de Proudhon sobre la acción de la clase trabajadora, surgió la CGT, el gran movimiento gre- mial francés, ahora prisionero del Partido Comunista. Del mis- mo modo, en España no sólo los anarquistas sino también los federales de 1870 recibieron la influencia de sus enseñanzas, al igual que los narodniks de Rusia. Kropotkin, Herzen y Sorel se confesaban discípulos de Proudhon. Baudelaire lo apoyó du- rante la revolución de 1848; Sainte-Beuve (C. A. Sainte-Beuve, Proudhon, su vida y su correspondencia, Ed. Americalee) y Flaubert lo admiraban por su prosa francesa clásica. Gustave Coubert forjó sus teorías en un arte que aspiraba a expresar los anhelos del pueblo; Péguy sufrió su influencia; hasta Tolstoi lo estudió y tomó el título y buena parte de los fundamentos teó- ricos de su obra maestra, La guerra y la paz, del libro de Proudhon intitulado La Guerre et la Paix.
Este férreo individualista, que desdeñaba ganar adeptos y no obstante ejerció tan amplia y duradera influencia en su épo- ca y después, nació en 1809 en los suburbios de Besanzon. Sus padres eran de extracción campesina y provenían de las monta- ñas del Franco Condado, rincón de Francia cuyos naturales son famosos por su fuerte espíritu de independencia: "Soy de la más pura piedra jurásica", expresó en una oportunidad. El pa- dre era tonelero y cervecero, y su cerveza era muy superior a sus habilidades comerciales. Siempre que fracasaba en alguna de sus aventuras económicas, cosa bastante frecuente, la fami- lia regresaba a la granja ancestral. Proudhon recuerda una in- fancia austera aunque en muchos aspectos idílica.
"En casa de mi padre, nos desayunábamos con potaje de maíz; al mediodía comíamos patatas y por la noche, tocino. Y así todos los días de la semana. Pese a los economistas que tan- to ensalzan la dieta inglesa, nosotros, con esa alimentación ve- getariana, nos manteníamos gordos y fuertes. ¿Sabéis por qué? Porque respirábamos el aire de nuestros campos y vivíamos del producto de nuestros propios cultivos."
Hasta el fin de sus días, Proudhon siguió siendo en el fondo de su corazón un campesino que idealizó las condiciones duras pero satisfactorias de su niñez. Esto influyó sobre su enfoque de la vida al punto que su imagen de una sociedad digna inclu- yó siempre como punto de partida el que cada granjero tuviera derecho a usar la tierra que podía cultivar y cada artesano con- tara con el taller y las herramientas necesarias para ganarse el sustento.
A su incapacidad comercial, el padre de Proudhon unía una pasión por el litigio. La educación de Pierre-Joseph en el cole- gio de Besanzon, donde se lo veía andar con sus ruidosos zue- cos campesinos en medio de los bien calzados niños de familias adineradas, fue interrumpida bruscamente cuando la familia se hundió en la bancarrota a consecuencia de un fallo judicial ad- verso. Entonces, lo enviaron a una imprenta como aprendiz, cambio de suerte del que se enorgullecía porque hizo de él un artesano y no un dependiente o un abogado. "Todavía recuer- do", escribió mucho después de haber dejado el taller para to- mar la pluma de escritor, "aquel grandioso día en que mi herra- mienta de tipógrafo se convirtió en símbolo e instrumento de mi libertad". La imprenta le permitió adquirir el sentido de in- dependencia que da un oficio bien aprendido y fue también su segunda escuela: allí aprendió hebreo y perfeccionó su latín y griego, mientras ponía en letras de molde las obras de los teólo- gos que infestaban los seminarios de Besanzon; allí entró en contacto directo y personal con las tradiciones del socialismo cuando conoció al excéntrico Charles Fourier, su celebrado co- terráneo, con cuyo pensamiento se familiarizó al supervisar la impresión de Le Nouveau Monde Industriel et Sociétaire, esa extraña obra maestra de tan notable influencia. Posteriormen- te, por amor a la libertad, Proudhon rechazaría la forma utópi- ca de socialismo de Fourier, con sus falansterios o comunidades planeadas; "durante seis semanas estuve cautivado por ese sin- gular genio", recuerda.
Mientras trabajaba en la imprenta, Proudhon hizo su pri- mera publicación. Tratábase de un ensayo filosófico más bien ingenuo que llamó la atención de la Academia de Besanzon, y por cuyos méritos se le acordó la Pensión Suard, que le permi- tió estudiar y vivir, no sin penurias, en París, en tanto escribía su primer libro importante: Qu'est-ce que la Propriété? (Qué es la propiedad?). Aparecido en 1840, fue sólo el principio de una larga serie de obras, producto de toda una vida dedicada a es- cribir con fervor.
Proudhon no fue un simple teórico de escritorio, situación a la que se vio reducido en sus últimos años, cuando así se lo impuso su mala salud. A su manera, con la independencia que lo caracterizaba, cumplió un papel activo en los dramáticos sucesos de su época. La edición de ¿Qué es la propiedad? le ganó fama en los círculos radicales de la Europa de entonces, y durante la primera parte de la década de 1840 entabló relación con muchos de los hombres que luego tendrían actuación fun- damental en el movimiento socialista. Marx, Bakunin y Alexander Herzen se encontraban exiliados en París; vivían en miserables y escondidos cuartuchos del Barrio Latino, también barrio de Proudhon. Pronto se hicieron amigos y pasaban días y hasta noches analizando las tácticas de la revolución y la filo- sofía de Hegel, así como las ideas de los hegelianos de izquier- da, grupo que en esos momentos estaba a la cabeza del socialis- mo francés. La amistad con Bakunin y Herzen fue duradera; ambos trasladarían las ideas de Proudhon a campos más am- plios que el movimiento revolucionario francés: Bakunin, al anarquismo internacional y Herzen, al populismo ruso. La re- lación con Marx fue cauta y temporaria. Éste saludó con albo- rozo la publicación de ¿Qué es la propiedad?, de la cual dijo que era una "obra profunda" y "el primer estudio científico vigoroso y decisivo" que se hubiera hecho sobre el tema. Fue uno de los primeros escritores no franceses que reconoció la importancia de Proudhon, a quien se esforzó por reclutar en las filas del comunismo internacional que él y Engels trataron de establecer en los años anteriores a 1848. En la correspondencia que intercambiaron durante1846, Proudhon expresó claramente su opinión acerca del dogmatismo represivo con que Marx en- caraba el socialismo. Hay en su última misiva un pasaje clave que señala el verdadero comienzo del conflicto de personalida- des e ideas que dividió al movimiento socialista del siglo XIX y que, cuando Bakunin ocupó el lugar de Proudhon como vocero del socialismo libertario, culminó con la ruptura definitiva en- tre los movimientos anarquista y comunista.
"Investiguemos juntos, si así lo deseáis" (le dice a Marx), "las leyes de la sociedad, estudiemos cómo toman forma y por qué proceso lograremos descubrirlas; pero, por Dios, después de destruir todos los dogmatismos a priori, no soñemos, a nues- tra vez, en adoctrinar al pueblo... Aplaudo de todo corazón vuestra idea de sacar a luz todas las opiniones; realicemos una polémica recta y leal; demos al mundo el ejemplo de una tole- rancia ilustrada e inteligente, pero, no por estar a la cabeza de un movimiento, hemos de erigirnos en jefes de una nueva into- lerancia, no nos pongamos en apóstoles de una nueva religión, aun cuando ella sea la religión de la lógica, la religión de la razón. Unámonos para fomentar toda protesta y condenar todo exclusivismo, todo misticismo; nunca consideremos una cues- tión totalmente agotada, y cuando hayamos usado nuestro úl- timo argumento, comencemos de nuevo, de ser necesario, con elocuencia e ironía. Sólo con esa condición me uniré gustoso a vosotros. De otra manera, ¡no!"
Profundamente ofendido, por reconocer en estas palabras de Proudhon un reproche a su propia intolerancia, Marx nunca respondió. En rigor, contestó de otra manera cuando, en 1847, publicó un libro -La miseria de la filosofía- en el que atacó con saña a Proudhon y rompió definitivamente todo vínculo con él. Proudhon no se cuidó demasiado del ataque de Marx, el que sólo mereció un par de líneas en su diario, donde leemos esta lacónica observación: "¡Marx es el gusano del socialismo!". En esos momentos, su principal preocupación era difundir al máximo sus propias ideas sobre el socialismo, pues ya Francia se encaminaba hacia la revolución de 1848. Consideró necesa- rio lanzar un periódico; y fue así como, a los pocos días de haber ayudado a levantar las barricadas de una revolución . que, a su juicio, se había "hecho sin ideas", fundó Le Représentant du Peuple, primero de una serie de cuatro periódicos que, en total, vivieron algo más de dos años y medio y murieron uno tras otro porque la rectitud de Proudhon era excesiva, incluso para esos días revolucionarios. El pueblo compraba cada nú- mero con entusiasmo, pero las autoridades se asustaron tanto de su popularidad que no sólo suprimieron sus publicaciones, sino que además, en 1849, lo condenaron a tres años de prisión por injuriar al nuevo príncipe-presidente, Louis Napoleón, que se disponía a recrear el imperio napoleónico.
Antes de ser , enviado a prisión, Proudhon llegó a ocupar una banca en la Asamblea Nacional, donde provocó un escán- dalo al presentar una moción que estimaba contribuiría a los deseados fines de la revolución: propuso que se abolieran las rentas, con lo cual la propiedad quedaría reducida a una simple posesión. Al otorgarse una moratoria parcial sobre arrenda- mientos y deudas, se daría a los propietarios la oportunidad "de contribuir, por su parte, a la obra revolucionaria, siendo ellos responsables de las consecuencias de su negativa". Cuan- do sus colegas pidieron a gritos una explicación, Proudhon hizo una de sus históricas definiciones. "Significa", dijo a la Asam- blea, "que en caso de negativa, nosotros mismos procederemos a la liquidación, sin vosotros". A los gritos de "¿qué queréis decir con vosotros?" respondió: "Si usé esos dos pronombres, vosotros y nosotros, está claro que yo me identifiqué con el proletariado y a vosotros os identifiqué con la clase burguesa". "¡Es la guerra social!", vociferaron los irritados miembros de la Asamblea, que rechazaron la proposición por 691 votos con- tra 2. Proudhon se vanaglorió de constituir semejante minoría y hasta se dice que le disgustó que ese solitario amigo votara lealmente con él.
En rigor, aunque con esto Proudhon dejó perfectamente sen- tada su idea de que la revolución debía tomar la forma de una lucha de clases, en la cual los trabajadores encontraran su pro- pio camino hacia la libertad, nunca fue un revolucionario vio- lento. El arma con que quiso promover el cambio social fue el tan poco mortífero Banco Popular, institución de crédito mu- tuo para productores que, al proporcionar a éstos sus propios medios de intercambio, con el tiempo llegaría a minar el siste- ma capitalista. A pesar de sus 27.000 adherentes, el Banco Po- pular, creado en 1848, se fundió cuando Proudhon fue encarce- lado. La prisión no interrumpió sus actividades literarias, gra- cias a la indulgencia con que se trataba a los presos políticos en la Francia del siglo XIX : se les permitía recibir los libros, visitan- tes y alimentos que desearan, podían salir bajo palabra, una vez por semana. En los tres años que duró su condena, escribió tres libros, siguió editando sus periódicos hasta su prohibición definitiva, se casó y tuvo un hijo.
Una vez libre (1852), no tardó en verse nuevamente en difi- cultades. El régimen autocrático de Napoleón III había deste- rrado, encarcelado y acallado a la mayoría de los socialistas; Proudhon, que se negaba a guardar silencio, se erigió práctica- mente en el único vocero de la izquierda independiente. En 1858, al publicarse su impresionante obra De la Justice dans la Révolution et dans l'Église, se le inició juicio por atacar a la Iglesia y al Estado. Esta vez, en lugar de aceptar la sentencia de cinco años de cárcel, huyó a Bélgica, donde permaneció hasta 1862, fecha en la que retornó a París, ciudad donde pasaría sus dos últimos años de vida.
En la etapa final de su existencia, Proudhon escribió sobre diversos temas, desde el federalismo hasta los principios de la pintura. Mas su preocupación primera era convencer al pueblo para que no participara en las elecciones con las que Napoleón III trataba de dar validez a su régimen, con lo cual inició la práctica anarquista de abstención electoral; al mismo tiempo, desarrolló su teoría de que los trabajadores en nada se benefi- ciaban al dar su apoyo a partidos organizados por individuos de otras clases y que debían tomar conciencia de su poder polí- tico y crear ellos mismos los organismos necesarios para pro- ducir el cambio social. "Os digo con toda la energía y tristeza de mi corazón: separaos de aquellos que se han apartado de vosotros". Los trabajadores comenzaron a aceptar estos argu- mentos, de manera que, a fin de cuentas, este hombre, que no deseaba crear ningún partido, llegó a ganar la adhesión de muchos y vivió lo suficiente como para oír que la Internacional había sido creada principalmente por los proudhonianos.
¿Qué es la propiedad? ocupa un lugar especial dentro de esa carrera que hizo de Proudhon una figura tan fundamental y fecunda dentro del socialismo europeo. El libro, según lo cono- cemos hoy, consiste en dos trabajos separados: ¿Qué es la pro- piedad?, aparecido originariamente en 1840, y Carta al señor Blanqui, publicado en 1841. Louis-Adolphe Blanqui, pariente del famoso conspirador, era un economista que criticó la pri- mera obra de Proudhon; pero la Carta, más que una réplica, en realidad cumple el propósito de llenar las lagunas que pudieron haber quedado en ¿Qué es la propiedad?
¿Qué es la propiedad? produjo gran revuelo con su respues- ta a la pregunta del título: "¡La propiedad es un robo!", frase que llegó a convertirse en máxima por todos citada; una máxi- ma a la que los anarquistas, y otros, darían vueltas y revueltas en sus polémicas, y que siempre rondaría cual albatros verbal en torno de la reputación de su creador.
Paradójicamente, Proudhon no usó tan audaz expresión en su sentido literal, sino sólo para dar más énfasis a su idea. Con el término "propiedad" designó lo que más tarde llamaría "la suma de sus abusos". Quiso señalar lo injusto de la propiedad, como bien usado por el hombre para explotar el trabajo de otros, sin aportar el esfuerzo propio, de la propiedad que se caracteriza por rendir intereses y rentas y permitir imposicio- nes por parte del que no produce sobre el que produce. En cam- bio, la propiedad como "posesión", el derecho de un hombre a disponer de su vivienda, de la tierra y las herramientas que ne- cesita para vivir, eso era para Proudhon lo justo, la piedra fun- damental de la libertad. Reprobaba el comunismo sobre todo porque éste buscaba la destrucción de esta forma de propiedad.
Tras ver los inconvenientes de la propiedad en su acepción común y del comunismo, Proudhon llegó a la conclusión de que la única organización social, capaz de otorgar al hombre el derecho de gozar del producto de su trabajo, era la basada en la "libertad". Arribó así a otra célebre definición, pues después de examinar las distintas formas de gobierno, declaró no ser "de- mocrático" sino "anarquista". Con esto no quiso dar a enten- der que propugnaba el caos político: creía en la existencia de una justicia inmanente que el hombre había pervertido con la creación de malas instituciones. La propiedad era incompatible con esta justicia, por quitarle al trabajador el derecho de dis- frutar del fruto de su trabajo y privarlo de los beneficios socia- les, que son producto de siglos de esfuerzo común. Por lo tanto, la justicia exigía una sociedad en la que coexistieran la igual- dad y el orden. Esta sociedad sólo podía tomar una forma. "Así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anarquía. La anarquía, la ausencia de amos, de soberanos, he aquí la forma de gobierno a la que nos aproxi- mamos día a día."
Proudhon no fue el primer anarquista en el sentido de abo- gar por una sociedad fundada en la cooperación espontánea y no en la coerción; William Godwin lo precedió por medio siglo con su Political Justice. En cambio, fue el primero en utilizar el término "anarquismo", hasta entonces empleado en el mal sen- tido de la palabra, para definir una teoría que proponía una sociedad en la cual el comunismo y la propiedad se sintetiza- rían de manera tal que el gobierno desaparecería al tiempo que florecería la libertad en un mundo de pequeños propietarios unidos por libre contrato.
Tanto en la sociedad ideal, imaginada por Godwin, como en la concebida por Proudhon, lo primero que resalta es este predominio del pequeño propietario, del campesino y del arte- sano. De la lectura de ¿Qué es la propiedad? se desprende de inmediato que la propiedad a la que se refiere Proudhon es prin- cipalmente la de la tierra; por ende, la solución que propone es prácticamente de orden agrario, el tipo de solución que habría salvado de la bancarrota crónica a muchos honestos y laborio- sos hombres de campo, cual fue su padre. Aparentemente, no toma en consideración las actividades fabriles más complejas y sólo piensa en los artesanos que trabajan en su pequeño taller personal. Mas no debemos olvidar que, lo mismo que Godwin, Proudhon hablaba sobre la base de su propia experiencia, que hasta 1840 estuvo limitada al ámbito rural de Besanzon, adon- de aún no había llegado el ferrocarril, pionero del industrialis- mo, y a la vida del Barrio Latino de París, que entonces, como ahora, era un nidal de pequeños talleres. Más tarde, en Lyon, conoció las industrias nacientes de ese período y vemos que, en obras posteriores, particularmente La idea general de la revo- lución en el siglo XIX , trata ampliamente sobre la creación de asociaciones cooperativas para la administración de fábricas y ferrocarriles.
¿Qué es la propiedad? abraza los fundamentos del anarquis- mo del siglo XIX , sin presentar los matices de violencia que lue- go se adosaron a la doctrina. Si bien algunos de sus sucesores no coincidieron con Proudhon, en cuanto a la posibilidad de eliminar los abusos de la propiedad, sin las convulsiones traumáticas de una revolución sangrienta, lo cierto es que en esta obra encontramos, explícita o implícitamente, la esencia de todo el anarquismo: la idea de una sociedad libre unida por asociación que pone los medios de producción en manos de los trabajadores. Proudhon elaboraría después otros aspectos de su teoría, tales como la necesidad de que la clase trabajadora emprenda una lucha política propia (especialmente en su obra póstuma Capacidad política de la clase obrera [1864]), la con- veniencia de remodelar la sociedad sobre la base del federalismo y la descentralización, la formación de comunas y asociaciones industriales, como células primarias de la interrelación huma- na y la eliminación de fronteras y naciones.
¿Qué es la propiedad?, pese a ser una obra de juventud, desprovista de la elocuencia y los trofeos de una cultura autodidacta que ornan obras posteriores como De la justicia y La guerra y la paz, ha sido el cimiento sobre el cual se constru- yó íntegramente el edificio de la teoría anarquista del siglo XIX .
GEORGE WOODCOCK
Si tuviera que contestar a la siguiente pregunta: ¿qué es la esclavitud? y respondiera en pocas palabras: es el asesinato, mi pensamiento, desde luego, sería comprendido. No necesitaría de grandes razonamientos para demostrar que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad, es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hom- bre es asesinarlo. ¿Por qué razón, pues, no puedo contestar a la pregunta ¿qué es la propiedad?, diciendo concretamente: la pro- piedad es un robo, sin tener la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es más que una simple transformación de la primera?
Me decido a discutir el principio mismo de nuestro gobier- no y de nuestras instituciones, la propiedad; estoy en mi dere- cho. Puedo equivocarme en la conclusión que de mis investiga- ciones resulte; estoy en mi derecho. Me place colocar el último pensamiento de mi libro en su primera página; estoy también en mi derecho.
Un autor enseña que la propiedad es un derecho civil, na- cido de la ocupación y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y aplaudidas. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley, pueden en- gendrar la propiedad, pues ésta es un efecto sin causa. ¿Se me puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios producirán estas afirmaciones?
¡La propiedad es un robo! ¡He aquí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta agitación de las revoluciones!...
Tranquilízate, lector; no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un instigador de sediciones. Me limito a anticipar- me en algunos días a la historia; expongo una verdad cuyo es- clarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una palabra, el preámbulo de nuestra constitución futura. Esta definición que te parece peligrosísima, la propiedad es un robo, bastaría para conjurar el rayo de las pasiones populares si nuestras preocu- paciones nos permitiesen comprenderla. Pero ¡cuántos intere- ses y prejuicios no se oponen a ello!... La filosofía no cambiará jamás el curso de los acontecimientos: el destino se cumplirá con independencia de la profecía. Por otra parte, ¿no hemos de procurar que la justicia se realice y que nuestra educación se perfeccione?
¡La propiedad es un robo!... ¡Qué inversión de ideas! Pro- pietario y ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradic- torias, de igual modo que sus personas son entre sí antipáticas; todas las lenguas han consagrado esta antinomia. Ahora bien; ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Qué sois para qui- tar la razón a los pueblos y a la tradición?
¿Qué puede importarte, lector, mi humilde personalidad?
He nacido, como tú, en un siglo en que la razón no se somete sino al hecho y a la demostración; mi nombre, lo mismo que el tuyo, es buscador de la verdad; 1 mi misión está consignada en estas palabras de la ley: ¡habla sin odio y sin miedo; di lo que sepas! La obra de la humanidad consiste en construir el templo de la ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Natu- raleza. Pero la verdad se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, mañana al pastor en el valle, al obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio y, una vez realizado su trabajo, des- aparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos sigue; entre dos infinitos, ¿qué puede importar a nadie la situación de un simple mortal? Olvida, pues, lector, mi nombre y fíjate única- mente en mis razonamientos. Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el error universal; apelo a la con- ciencia del género humano, contra la opinión del género huma- no. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposi- ciones para deducir una tercera, mis ideas llegarán infaliblemente a ser tuyas. Al empezar diciéndote mi última palabra, he queri- do advertirte, no incitarte; porque creo sinceramente que si me prestas tu atención obtendré tu asentimiento. Las cosas que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprenderá no haberlas advertido antes, y exclamarás: "No había reflexiona- do sobre ello". Otras obras te ofrecerán el espectáculo del ge- nio apoderándose de los secretos de la Naturaleza y publicando sublimes pronósticos; en cambio, en estas páginas únicamente encontrarás una serie de investigaciones sobre lo justo y sobre el derecho, una especie de comprobación, de contraste de tu propia conciencia. Serás testigo presencial de mis trabajos y no harás otra cosa que apreciar su resultado. Yo no formo escuela; vengo a pedir el fin del privilegio, la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio de la ley. Justicia, nada más que justicia; tal es la síntesis de mi empresa; dejo a los demás el cuidado de ordenar el mundo.
Un día me he dicho: ¿por qué tanto dolor y tanta miseria en la sociedad? ¿Debe ser el hombre eternamente desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones opuestas de esos arbitristas de reformas, que achacan la penuria general, unos a la cobardía e impericia del poder público, otros a las revoluciones y motines, aquéllos a la ignorancia y consunción generales; cansado de las interminables discusiones de la tribuna y de la prensa, he queri- do profundizar yo mismo la cuestión. He consultado a los maes- tros de la ciencia, he leído cien volúmenes de Filosofía, de Dere- cho, de Economía política e Historia... ¡y quiso Dios que vinie- ra en un siglo en que se ha escrito tanto libro inútil! He realiza- do supremos esfuerzos para obtener informaciones exactas, comparando doctrinas, oponiendo a las objeciones las respues- tas, haciendo sin cesar ecuaciones y reducciones de argumen- tos, aquilatando millares de silogismos en la balanza de la lógi- ca más pura. En este penoso camino he comprobado varios hechos interesantes. Pero, es preciso decirlo, pude comprobar el verdadero sentido de estas palabras tan vulgares como sagra- das: justicia, equidad, libertad; que acerca de cada uno de estos conceptos, nuestras ideas son completamente confusas, y que, finalmente, esta ignorancia es la única causa del pauperismo que nos degenera y de todas las calamidades que han afligido a la humanidad.
Antes de entrar en materia, es preciso que diga dos palabras acerca del método que voy a seguir. Cuando Pascal abordaba un problema de geometría, creaba un método para su solución. Para resolver un problema de filosofía, es asimismo necesario un método. ¡Cuántos problemas de filosofía no superan, por la gravedad de sus consecuencias, a los de geometría! ¡Cuántos, por consiguiente, no necesitan con mayor motivo para su reso- lución un análisis profundo y severo!
Es un hecho ya indudable, según los modernos psicólogos, que toda percepción recibida en nuestro espíritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas leyes generales de ese mismo espíritu. Amóldase, por decirlo así, a ciertas concepciones o tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de condiciones de forma. De manera -afirman- que si el espíri- tu carece de ideas innatas, tiene por lo menos formas innatas. Así, por ejemplo, todo fenómeno es concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el espacio; todos ellos nos hacen suponer una causa por la cual acaecen; todo cuanto exis- te implica las ideas de substancia, de modo, de número, de rela- ción, etcétera. En una palabra, no concebimos pensamiento al- guno que no se refiera a los principios generales de la razón, límites de nuestro conocimiento.
Estos axiomas del entendimiento, añaden los psicólogos, estos tipos fundamentales a los cuales se adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras ideas, y que nuestras sensaciones no hacen más que poner al descubierto, se conocen en la ciencia con el nombre de categorías. Su existencia primordial en el es- píritu está al presente demostrada; sólo falta construir el siste- ma y hacer una exacta relación de ellas. Aristóteles enumeraba diez; Kant elevó su número a quince, Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la incontestable gloria de este sabio será, si no haber descubierto la verdadera teoría de las categorías, ha- ber comprendido al menos mejor que ningún otro la gran im- portancia de esta cuestión, la más trascendental y quizá la úni- ca de toda la metafísica.
Ante una conclusión tan grave me atemoricé, llegando a dudar de mi razón. ¡Cómo! -exclamé-, lo que nadie ha visto ni oído, lo que no pudo penetrar la inteligencia de los demás hom- bres, ¿has logrado tú descubrirlo? ¡Detente, desgraciado, ante el temor de confundir las visiones de tu cerebro enfermo con la realidad de la ciencia! ¿Ignoras que, según opinión de ilustres filósofos, en el orden de la moral práctica el error universal es contradicción? Resolví entonces someter a una segunda com- probación mis juicios, y como tema de mi nuevo trabajo, fijé las siguientes proposiciones: ¿es posible que en la aplicación de los principios de la moral se haya equivocado unánimemente la humanidad durante tanto tiempo? ¿Cómo y por qué ha padeci- do ese error? ¿Y cómo podrá subsanarse éste siendo universal? Estas cuestiones, de cuya solución hacía depender la certe- za de mis observaciones, no resistieron mucho tiempo al análi- sis. En el capítulo V de este libro se verá que, lo mismo en moral que en cualquiera otra materia de conocimiento, los mayores errores son para nosotros grados de la ciencia; que hasta en actos de justicia, equivocarse es un privilegio que en- noblece al hombre, y en cuanto al mérito filosófico que pudie- ra caberme, que este mérito es infinitamente pequeño. Nada significa dar un nombre a las cosas; lo maravilloso sería cono- cerlas antes de que existiesen. Al expresar una idea que ha lle- gado a su término, una idea que vive en todas las inteligencias, y que mañana será proclamada por otro si yo no la hiciese pública hoy, solamente me corresponde la prioridad de la ex- presión. ¿Acaso se dedican alabanzas a quien vio por primera vez despuntar el día?
Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igual- dad de condiciones es idéntica a la igualdad de derecho; que propiedad y robo son términos sinónimos; que toda preemi- nencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latroci- nio: todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma; se trata simplemente de hacer que las adviertan.
Confieso que no creo en las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de nuestro entendimiento, y considero la metafí- sica de Reid y de Kant aún más alejada de la verdad que la de Aristóteles. Sin embargo, como no pretendo hacer aquí una crítica de la razón (pues exigiría un extenso trabajo que al pú- blico no interesaría gran cosa), admitiré en hipótesis que nues- tras ideas más generales y más necesarias, como las del tiem- po, espacio, substancia y causa, existen primordialmente en el espíritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de su constitución.
Pero es un hecho psicológico no menos cierto, aunque poco estudiado todavía por los filósofos, que el hábito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de sugerir al entendimiento nuevas formas categóricas, fundadas en las apariencias de lo que percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los casos, de realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una influencia no menos predeterminante que la de las primeras categorías. De suerte que enjuiciamos, no sólo con arreglo a las leyes eternas y absolutas de nuestra razón, sino también conforme a las reglas secundarias, general- mente equivocadas, que la observación de las cosas nos sugie- re. Ésa es la fuente más fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre invencible de multitud de erro- res. La preocupación que de esos errores resulta es tan arraiga- da que, frecuentemente, aun en el momento en que combati- mos un principio que nuestro espíritu tiene por falso, y nuestra conciencia rechaza, lo defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a él; lo obedecemos atacándolo. Preso en un círcu- lo, nuestro espíritu se revuelve sobre sí mismo, hasta que una nueva observación, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir un principio exterior que liberta a nuestra ima- ginación del fantasma que la había ofuscado. Así, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un magnetismo universal, cuya causa es aún desconocida, dos cuerpos, libres de obstáculos, tienden a reunirse por una fuerza de impulsión acelerada que se llama gravedad. Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos faltos de apoyo, la que permite pesarlos en la ba- lanza y la que nos mantiene sobre el suelo que habitamos. La ignorancia de esta causa fue la única razón que impedía a los antiguos creer en las antípodas. "¿Cómo no comprendéis -de- cía San Agustín, después de Lactancio- que si hubiese hombres bajo nuestros pies tendrían la cabeza hacia abajo y caerían en el cielo?" El obispo de Hipona, que creía que la tierra era plana porque le parecía verla así, suponía en consecuencia que si del cenit al nadir de distintos lugares se trazasen otras tantas líneas rectas, estas líneas serían paralelas entre sí, y en la misma direc- ción de estas líneas suponía todo el movimiento de arriba aba- jo. De ahí deducía forzosamente que las estrellas están pen- dientes como antorchas movibles de la bóveda celeste; que en el momento en que perdieran ese apoyo, caerían sobre la tierra como lluvia de fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que constituye la parte inferior del mundo, etcétera. Si se hubiera preguntado quién sostiene la tierra, habría respondido que no lo sabía, pero que para Dios nada hay imposible. Tales eran, con relación al espacio y al movimiento, las ideas de San Agustín, ideas que le imponía un prejuicio originado por la apariencia, pero que había llegado a ser para él una regla general y categó- rica de juicio. En cuanto a la causa verdadera de la caída de los cuerpos, su espíritu la ignoraba totalmente; no podía dar más razón que la de que un cuerpo cae porque cae.
Para nosotros, la idea de la caída es más compleja y a las ideas generales de espacio y de movimiento, que aquélla impo- ne, añadimos la de atracción o de dirección hacia un centro, la cual deriva de la idea superior de causa. Pero si la física lleva forzosamente nuestro juicio a tal conclusión, hemos conserva- do, sin embargo, en el uso, el prejuicio de San Agustín, y cuan- do decimos que una cosa se ha caído, no entendemos simple- mente y en general que se trata de un efecto de la ley de grave- dad, sino que especialmente y en particular , imaginamos que ese movimiento se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo. Nuestra razón se ha esclarecido, la imaginación la corrobora, y sin embargo, nuestro lenguaje es incorregible. Descender del cielo no es, en realidad, una expresión más cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa expresión se conservará todo el tiempo que los hombres se sirvan del lenguaje.
Todas estas expresiones arriba, abajo, descender del cielo, caer de las nubes, no ofrecen de aquí en adelante peligro algu- no, porque sabemos rectificarlas en la práctica. Pero conviene tener en cuenta cuánto han hecho retrasar los progresos de la ciencia. Poco importa, en efecto, en la estadística, en la mecáni- ca, en la hidrodinámica, en la balística, que la verdadera causa de la caída de los cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas las ideas sobre la dirección general del espacio; pero ocurre lo contrario cuando se trata de explicar el sistema del mundo, la causa de las mareas, la figura de la tierra y su posición en el espacio. En todas estas cuestiones es preciso salir de la esfera de las apariencias. Desde la más remota antigüedad han existido ingenieros y mecánicos, arquitectos excelentes y hábiles; sus errores acerca de la redondez del planeta y de la gravedad de los cuerpos no impedían el progreso de su arte respectivo; la solidez de los edificios y la precisión de los disparos no eran menores por esa causa. Pero más o menos pronto habían de presentarse fenómenos que el supuesto paralelismo de todas las perpendiculares levantadas sobre la superficie de la tierra no podía explicar; entonces debía comenzar una lucha entre los prejuicios que por espacio de los siglos bastaban a la práctica diaria y las novísimas opiniones que el testimonio de los senti- dos parecía contradecir.
Hay que observar cómo los juicios más falsos, cuando tie- nen por fundamento hechos aislados o simples apariencias, con- tienen siempre un conjunto de realidades que permite razonar un determinado número de inducciones, sobrepasado el cual se llega al absurdo. En las ideas de San Agustín, por ejemplo, era cierto que los cuerpos caen hacia la tierra, que su caída se veri- fica en línea recta, que el sol o la tierra se pone, que el cielo o la tierra se mueve, etcétera. Estos hechos generales siempre han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha inventado nada. Pero, por otra parte, la necesidad de encontrar las causas de las cosas nos obliga a descubrir principios cada vez más generales. Por eso ha habido que abandonar sucesivamente, primero la opi- nión de que la tierra es plana, después la teoría que la supone inmóvil en el sentir del universo, etcétera, etcétera.
Si de la naturaleza física pasamos al mundo moral, nos en- contraremos sujetos en él a las mismas decepciones de la apa- riencia, a las mismas influencias de la espontaneidad y de la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del sistema de nuestros conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de nuestras propias opiniones nos resulta, y de otro, la obstina- ción con que defendemos el prejuicio que nos atormenta y nos mata.
Cualquiera que sea el sistema que aceptemos sobre la grave- dad de los cuerpos y la figura de la tierra, la física del globo no se altera; y en cuanto a nosotros, la economía social no puede recibir con ello daño ni perjuicio. En cambio, las leyes de nues- tra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por nosotros mismos; y por lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nues- tra reflexiva colaboración, y de consiguiente, sin que las conoz- camos. De aquí se deduce que, si nuestra ciencia de leyes mora- les es falsa, es evidente que al desear nuestro bien, realizamos nuestro mal. Si es completa, podrá bastar por algún tiempo a nuestro progreso social, pero a la larga nos hará emprender derroteros equivocados, y finalmente, nos precipitará en un abismo de desdichas.
En ese momento se hacen indispensables nuevos conocimien- tos, los cuales, preciso es decirlo para gloria nuestra, no han faltado jamás; pero también comienza una lucha encarnizada entre los viejos prejuicios y las nuevas ideas. ¡Días de confla- gración y de angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las mismas creencias e instituciones que se impugnan, todo el mundo parecía dichoso; ¿cómo recusar las unas, cómo proscribir las otras? No se quiere comprender que ese período feliz sirvió pre- cisamente para desenvolver el principio del mal que la sociedad encubría; se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de la tierra y a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en su inteligencia y su corazón, el hombre la im- puta a sus maestros, a sus rivales, a sus vecinos, a él mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan hasta que, me- diante una despoblación intensa, el equilibrio se restablece y la paz renace entre las cenizas de las víctimas, ¡tanto repugna a la humanidad alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por los fundadores de las ciudades y con- firmadas por el transcurso de los siglos!
Nihil motum ex antiquo probabile est: "Desconfiad de toda innovación" escribía Tito Livio. Sin duda sería preferible para el hombre no tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha nacido ignorante, si su condición exige una instrucción progre- siva, ¿habrá de renegar de su inteligencia, abdicar de su razón y abandonarse a la suerte? La salud completa es mejor que la convalecencia. ¿Pero es éste un motivo para que el enfermo no intente su curación? "¡Reforma, reforma!", exclamaron en otro tiempo Juan Bautista y Jesucristo. "¡Reforma, reforma!", pi- dieron nuestros padres hace cincuenta años, y nosotros segui- remos pidiendo por mucho tiempo todavía ¡reforma, reforma! He sido testigo de los dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los principios en que la sociedad se sienta, hay uno que no comprende, que su ignorancia ha viciado y es causa de todo el mal. Este principio es el más antiguo de todos, porque las revoluciones sólo tienen eficacia para derogar los principios más modernos, mientras confirman los más antiguos. Por lo tanto, el mal que nos daña es anterior a todas las revoluciones.
Este principio, tal como nuestra ignorancia lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos, pues de no ser así, nadie abusaría de él y carecería de influencia. Pero este principio, verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera de comprenderlo, este principio tan antiguo como la humanidad, ¿cuál es? ¿Será la religión?
Todos los hombres creen en Dios; este dogma corresponde a la vez a la conciencia y a la razón. Dios es para la humanidad un hecho tan primitivo, una idea tan fatal, un principio tan necesario como para nuestro entendimiento lo son las ideas categóricas de causa, de substancia, de tiempo y de espacio. A Dios nos lo muestra nuestra propia conciencia con anteriori- dad a toda inducción del entendimiento, de igual modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la existencia del sol anti- cipándose a todos los razonamientos de la física. La observa- ción y la experiencia nos descubren los fenómenos y sus leyes.
El sentido interno sólo nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios existe, pero ¿qué es lo que cree al decir Dios? En una palabra, ¿qué es Dios?
La noción de la divinidad, noción primitiva, unánime, inna- ta en nuestra especie, no está determinada todavía por la razón humana. A cada paso que avanzamos en el conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios se agranda y se eleva. Cuanto más progresa la ciencia del hombre, más grande y más alejado le parece Dios. El antropomorfismo y la idolatría fueron consecuencia necesaria de la juventud de las inteligen- cias, una teología de niños y de poetas. Error inocente, si no se hubiese querido hacer de él una norma obligatoria de conduc- ta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el hombre, después de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropiár- selo; no contento con desfigurar al Ser Supremo, lo trató como su patrimonio, su bien, su cosa. Dios, representado bajo for- mas monstruosas, vino a ser en todas partes propiedad del hom- bre y del Estado. Éste fue el origen de la corrupción de las cos- tumbres por la religión y la fuente de los odios religiosos y las guerras sagradas. Al fin, hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la regla de las costumbres fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente, para determinar la na- turaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la teología, el destino del alma, etcétera, que la ciencia nos diga lo que debe- mos olvidar y lo que debemos creer. Dios, alma, religión, son materias constantes de nuestras infatigables meditaciones y nuestros funestos extravíos, problemas difíciles, cuya solución, siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre todas es- tas cosas todavía podemos equivocarnos, pero al menos nues- tro error no tiene influencia. Con la libertad de cultos y la sepa- ración de lo espiritual y lo temporal, la influencia de las ideas religiosas en la evolución social es puramente negativa, mien- tras no dependan de la religión las leyes y las instituciones polí- ticas y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede favore- cer la corrupción general, pero no es la causa eficiente de ella, sino su complemento o su derivado. Sobre todo, en la cuestión de que se trata (y esta observación es decisiva) la causa de des- igualdad de condiciones entre los hombres, del pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusión de los gobiernos, no pue- de ser atribuida a la religión; es preciso remontarse más alto e investigar con mayor profundidad.
¿Qué hay, pues, en el hombre más antiguo y más arraigado que el sentimiento religioso? El hombre mismo, es decir, la vo- luntad y la conciencia, el libre albedrío y la ley, colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra consigo mis- mo. ¿Por qué? "El hombre -dicen los teólogos- ha pecado en su origen; su raza es culpable de una antigua prevaricación. Por esa falta, la humanidad ha degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos. Leyendo la historia, en- contraréis en todos los tiempos la prueba de esta necesidad del mal en la permanente miseria de las naciones. El hombre sufre y sufrirá siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Usad paliativos, emplead emolientes; no hay remedio eficaz." Este razonamiento no sólo es propio de los teólogos; se en- cuentra en términos semejantes en los escritos de los filósofos materialistas, partidarios de una indefinida perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el pauperismo, los crímenes, la guerra, son condición inevitable de nuestro estado social, un mal necesario contra el cual sería locura rebelarse. De aquí que necesidad del mal y perversidad originaria sean el fondo de una misma filosofía.
"El primer hombre ha pecado." Si los creyentes interpreta- sen fielmente la Biblia, dirían: El hombre en un principio peca, es decir, se equivoca; porque pecar, engañarse, equivocarse, es una misma cosa. "Las consecuencias del pecado de Adán se transmiten a su descendencia." En efecto, la ignorancia es ori- ginal en la especie como en el individuo; pero en muchas cues- tiones, aun en el orden moral y político, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. ¿Quién puede afirmar que no cesará en todas las demás? El género humano progresa de continuo hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinie- blas. Nuestro mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicación de los teólogos se reduce a esta vacuidad: "El hom- bre se equivoca porque se equivoca". Es preciso decir, por el contrario: "El hombre se equivoca porque aprende". Por tanto, si el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibi- lidad de creer que equivocándose más dejaría de sufrir.
Si preguntamos a los doctores de esa ley que, según se dice, está grabada en el corazón del hombre, pronto veríamos que disputan acerca de ella sin saber cuál es. Sobre los más impor- tantes problemas, hay casi tantas opiniones como autores. No hay dos que estén de acuerdo sobre la mejor forma de gobier- no, sobre el principio de autoridad, sobre la naturaleza del de- recho; todos navegan al azar en un mar sin fondo ni orillas, abandonados a la inspiración de su sentido particular que mo- destamente toman por la recta razón; y en vista de este caos de opiniones contradictorias, decimos: el objeto de nuestras inves- tigaciones es la ley, la determinación del principio social; mas los políticos, es decir, los que se ocupan en la ciencia social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde está el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus páginas a pesar suyo.
Pero ¿de qué se ocupan los jurisconsultos y los publicistas? De justicia, de equidad, de libertad, de la ley natural, de las leyes civiles, etc. ¿Y qué es la justicia? ¿Cuál es su principio, su carácter, su fórmula? A esta pregunta, nuestros doctores no tie- nen nada que responder, pues si así no fuese, su ciencia, funda- da en principio positivo y cierto, saldría de su eterno probabilismo y acabarían todos los debates.
¿Qué es la justicia? Los teólogos contestan: "Toda justicia viene de Dios". Esto es cierto, pero nada enseña.
Los filósofos deberían estar mejor enterados después de dis- putar tanto sobre lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observación prueba que su saber se reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda plegaria, saludan al sol gritando: ¡oh!, ¡oh! Es ésta una exclamación de admiración, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qué es el sol, obtendrá poca luz de la interjección "¡oh!". La justicia, dicen los filósofos, es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la más hermosa prerrogativa de nuestra natura- leza, lo que nos distingue de las bestias y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. ¿Y a qué se reduce, pregunto, esta piadosa letanía? A la plegaria de los salvajes: "¡oh!".
Lo más razonable de lo que la sabiduría humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los demás lo que deseas para ti; no hagas a los demás lo que para ti no quieras. Pero esta regla de moral práctica nada vale para la ciencia; ¿cuál es mi derecho a los actos u omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada; hay que explicar al propio tiempo cuál es este derecho.
Intentemos averiguar algo más preciso y positivo. La justi- cia es el fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo político, el principio y la regla de todas las tran- sacciones. Nada se realiza entre los hombres sino en virtud del derecho, sin la invocación de la justicia. La justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es más que una declaración y una aplicación de lo justo en todas las circunstancias en que los hombres pueden hallarse con relación a sus intereses. Por tanto, si la idea que concebimos de lo justo y del derecho está mal determinada, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas serán desastrosas, nuestras instituciones viciosas, nuestra política equivocada, y por tanto, que habrá por esa causa desorden y malestar social.
Esta hipótesis de la perversión de la idea de justicia en nues- tro entendimiento y por consecuencia necesaria en nuestros actos, será un hecho evidente si las opiniones de los hombres, relativamente al concepto de justicia y a sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas épocas han sufrido modifi- caciones: en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este propósito, he aquí lo que la historia enseña con irrecusables testimonios.
Hace dieciocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los Césares, se consumía en la esclavitud, en la superstición y en la voluptuosidad. El pueblo, embriagado por continuas bacana- les, había perdido hasta la noción del derecho y del deber; la guerra y la orgía lo diezmaban sin interrupción; la usura y el trabajo de las máquinas, es decir, de los esclavos, arrebatándole los medios de subsistencia, le impedían reproducirse.
La barbarie renacía de esta inmensa corrupción, extendién- dose como lepra devoradora por las provincias despobladas. Los sabios predecían el fin del imperio, pero ignoraban los me- dios de evitarlo. ¿Qué podían pensar para esto? En aquella so- ciedad envejecida era necesario suprimir lo que era objeto de la estimación y de la veneración públicas, abolir los derechos con- sagrados por una justicia diez veces secular. Se decía: "Roma ha vencido por su política y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en la opinión pública, sería una locura y un sacri- legio. Roma, clemente para las naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los esclavos son la fuente más fecunda de sus riquezas; la manumisión de los pueblos se- ría la negación de sus derechos y la ruina de sus haciendas.
Roma, en fin, entregada a los placeres y satisfecha hasta la har- tura con los despojos del Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas". Así com- prendía Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus preten- siones estaban justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatría en la religión, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran el fundamento de sus ins- tituciones. Alterar esas bases equivalía a conmover la sociedad en sus propios cimientos, y según expresión moderna, a abrir el abismo de las revoluciones. Nadie concebía tal idea, y entre- tanto la humanidad se consumía en la guerra y en la lujuria.
Entonces apareció un hombre llamándose Palabra de Dios. Ignorábase todavía quién era, de dónde venía y quién le había inspirado sus ideas. Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los filóso- fos hipócritas embusteros; que el señor y el esclavo eran igua- les; que la usura y cuanto se le asemejaba era un robo; que los propietarios y concupiscentes serían atormentados algún día con fuego eterno, mientras los pobres de espíritu y los virtuosos habitarían en un lugar de descanso. Afirmaba además otras muchas cosas no menos extraordinarias.
Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico no acabó con la doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus primeros dis- cípulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a su vez millones de propagandistas, que morían degollados por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión. Esta propaganda obstinada, ver- dadera lucha entre verdugos y mártires, duró casi trescientos años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue aniquilada, la esclavitud abolida, la disolución reemplaza- da por costumbres austeras; el desprecio de la riqueza llegó al- guna vez hasta su absoluta renuncia. La sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio de la religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo ad- quirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sos- pechada siquiera, que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para los señores; 2 desde entonces comenzó a existir para los siervos.
Pero la nueva religión no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres públicas, alguna templanza en la tira- nía; pero en lo demás, la semilla del Hijo del hombre cayó en corazones idólatras, y sólo produjo una mitología semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuen- cias prácticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo había proclamado, se distrajo el ánimo en especula- ciones sobre su nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de la oposición de las opinio- nes más extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre tex- tos incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir como la ciencia de lo infinitamente absurdo.
La verdad cristiana no traspasa la edad de los apóstoles. El Evangelio, comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con fábulas paganas, llegó a ser, tomado a la letra, un conjunto de contradicciones, y hasta la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas. Dícese que las puer- tas del infierno no prevalecerán; que la Palabra de Dios se oirá nuevamente, y que, por fin, los hombres conocerán la verdad y la justicia; pero en el momento en que esto sucediera, acabaría el catolicismo griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las sombras del error.
Los monstruos que los sucesores de los apóstoles estaban encargados de exterminar, repuestos de su derrota, reaparecie- ron poco a poco, merced al fanatismo imbécil y a la convenien- cia de los clérigos y de los teólogos. La historia de la emancipa- ción de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad infiltrándose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes, de la nobleza y del clero. En 1789 después de Jesucristo, la nación francesa, dividida en cas- tas, pobre y oprimida, vivía sujeta por la triple red del absolu- tismo real, de la tiranía de los señores y de los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Existían el derecho del rey y el dere- cho del clérigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; había privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de cor- poraciones y de oficios. En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la miseria. Ya hacía algún tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban sólo en aparien- cia, no la invocaban sino en provecho personal, y el pueblo, que debía ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y calla- ba. Por largo tiempo, el pobre pueblo, ya por recelo, ya por incredulidad, ya por desesperación, dudó de sus derechos. El hábito de servidumbre parecía haber acabado con el valor de las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media. Un libro apareció al fin, cuya síntesis se contiene en estas dos proposiciones: ¿qué es el tercer estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. Alguien añadió por vía de comentario: ¿qué es el rey? Es el mandatario del pueblo.
Esto fue como una revelación súbita; rasgóse un tupido velo, y la venda cayó de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar: "Si el rey es nuestro mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, está sujeto a intervención. Si puede ser interve- nido, es responsable. Si es responsable, es justificable. Si es jus- tificable, lo es según sus actos. Si debe ser castigado según sus actos, puede ser condenado a muerte".
Cinco años después de la publicación del folleto de Sieyès, el tercer estado lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin detenerse ante la ficción constitu- cional de la inviolabilidad del monarca, llevó al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompañó a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro caso pudo equivocarse en la apreciación del delito, lo cual constituiría un error de hecho; pero en derecho, la lógica que lo impulsó fue irreprochable. Es ésta una aplicación del derecho común, una determinación solemne de la justicia penal. 3
El espíritu que animó el movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción. Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituyó al antiguo no respondió a método alguno ni estuvo meditado. Nacido de la cólera y del odio, no podía ser efecto de una ciencia fundada en la observación y en el estu- dio, y las nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la sociedad. Obsérvase también, en las llamadas instituciones nuevas, que la república conservó los mismos principios que había comba- tido y la influencia de todos los prejuicios que había intentado proscribir. Y aún se habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revolución Francesa, de la regeneración de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las instituciones... ¡Mentira! ¡Mentira!
Cuando, acerca de cualquier hecho físico, intelectual o so- cial, nuestras ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este movimiento del espíritu, revolución; si solamente ha habido extensión o modificación de nuestras ideas, progreso. Así, el sistema de Ptolomeo fue un progreso en astronomía, el de Copérnico una revolución. De igual modo en 1789 hubo lucha y progreso; pero no ha habido revolución. El examen de las reformas que se ensayaron lo de- muestra.
El pueblo, víctima por tanto tiempo del egoísmo monárqui- co, creyó librarse de él para siempre declarándose a sí mismo soberano. Pero ¿qué era la monarquía? La soberanía de un hom- bre. Y ¿qué es la democracia? La soberanía del pueblo, o mejor dicho, de la mayoría nacional. Siempre la soberanía del hom- bre en lugar de la soberanía de la ley, la soberanía de la volun- tad en vez de la soberanía de la razón; en una palabra, las pa- siones en sustitución del derecho. Cuando un pueblo pasa de la monarquía a la democracia es indudable que hay progreso, porque al multiplicarse el soberano, existen más probabilida- des de que la razón prevalezca sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revolución en el gobierno y que subsiste el mismo principio. Ahora bien, nosotros tenemos la prueba hoy de que con la democracia más perfecta se puede no ser libre. 4 Y no es esto todo: el pueblo rey no puede ejercer la sobera- nía por sí mismo: está obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten asiduamente aquellos que buscan su beneplácito. Que estos funcionarios sean cinco, diez, ciento, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor. Se sabe, además, cómo fue ejercida esta soberanía, primero por la Convención, después por el Directorio, más tarde por el Cónsul. El Emperador, el grande hombre tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebatársela jamás; pero como si hu- biera querido burlarse de tal soberanía, se atrevió a pedirle su sufragio, es decir, su abdicación, la abdicación de esa soberanía inalienable, y lo consiguió.
Pero ¿qué es la soberanía? Dícese que es el poder de hacer las leyes. 5 Otro absurdo, renovado por el despotismo. El pue- blo, que había visto a los reyes fundar sus disposiciones en la fórmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes. En los cincuenta años que median desde la Revolución a la fecha ha promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus representan- tes. Y el juego no está aún cerca de su término.
Por lo demás, la definición de la soberanía se deducía de la definición de la ley. La ley, se decía, es la expresión de la volun- tad del soberano; luego, en una monarquía, la ley es la expre- sión de la voluntad del rey; en una república, la ley es la expre- sión de la voluntad del pueblo. Aparte la diferencia del número de voluntades, los dos sistemas son perfectamente idénticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión de una voluntad, debiendo ser la expresión de un hecho. Sin embargo, al frente de la opinión iban guías expertos: se habían tomado al ciudadano de Ginebra, Rousseau, por profeta y el Contrato social por Corán.
La preocupación y el prejuicio se descubren a cada paso en la retórica de los nuevos legisladores. El pueblo había sido víc- tima de una multitud de exclusiones y de privilegios; sus repre- sentantes hicieron en su obsequio la declaración siguiente: To- dos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley; declaración ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la Naturaleza: ¿quiere significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, idéntico genio y análogas virtudes? No; solamente se ha pretendido designar la igualdad política y civil. Pues en ese caso bastaba haber dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.
Pero ¿qué es la igualdad ante la ley? Ni la Constitución de 1790, ni la del 93, ni las posteriores, han sabido definirla. To- das suponen una desigualdad de fortunas y de posición, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras constituciones han sido la expresión fiel de la voluntad popu- lar; y voy a probarlo.
En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares. Se creyó hacer una gran cosa insertando en la Declaración de los derechos del hombre este artículo altiso- nante: "Todos los ciudadanos son igualmente admisibles a los cargos públicos: los pueblos libres no reconocen más motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el talento".
Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece. Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, sólo ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las ventajas personales, y que sólo estimándolos como fuentes de ingresos, establece la libre admisión de los ciudadanos. Si así no fuese, si éstos nada fueran ganando, ¿a qué esa sabia precaución? En cambio, nadie se acuerda de establecer que para ser piloto sea preciso saber astronomía y geografía, ni de prohibir a los tarta- mudos que representen óperas. El pueblo siguió imitando en esto a los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y aduladores. Desgraciadamente, y este últi- mo rasgo completa el parecido, el pueblo no disfruta tales be- neficios; son éstos para sus mandatarios y representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su inocente soberano.
Este edificante artículo de la Declaración de derechos del hombre, conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de des- igualdades ante la ley. Supone también desigualdad de jerar- quías, puesto que las funciones públicas no son solicitadas sino por la consideración y los emolumentos que confieren; desigual- dad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los empleos públicos habrían sido deberes y no derechos; desigual- dad en el favor, porque la ley no determina qué se entiende por talentos y virtudes. En tiempos del Imperio, la virtud y el talen- to consistían únicamente en el valor militar y en la adhesión al Emperador; cuando Napoleón creó su nobleza parecía que in- tentaba imitar a la antigua. Hoy día el hombre que satisface 200 francos de impuestos es virtuoso; el hombre hábil es un honrado acaparador de bolsillos ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones serán verdades sin importancia alguna. El pueblo, finalmente, consagró la propiedad... ¡Dios lo per- done, porque no supo lo que hacía! Hace cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero ¿cómo ha podido engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra? ¿Cómo, buscando la libertad y la igualdad, ha caído de nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante afán de imitar al antiguo régimen.
Antiguamente la nobleza y el clero sólo contribuían a las cargas del Estado a título de socorros voluntarios y de donaciones espontáneas. Sus bienes eran inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de tra- bajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no podía testar ni ser heredero. Considera- do como los animales, sus servicios y su descendencia pertene- cían al dueño por derecho de acción. El pueblo quiso que la condición de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus ren- tas, del producto de su trabajo y de su industria. El pueblo no inventó la propiedad; pero como no existía para él del mismo modo que para los nobles y los clérigos, decretó la uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servi- dumbre personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la institución subsiste. Hubo progresos en la atribución, en el reconocimiento del derecho, pero no hubo revolución en el derecho mismo.
Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento de 1789 y el de 1830 han consagrado reite- radamente, son éstos: 1º) Soberanía de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresión, despotismo. 2º) Desigualdad de fortunas y de posición social. 3º) Propiedad. Y sobre todos estos principios el de JUSTICIA , en todo y por todos invocada como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la JUSTICIA , la ley general, primitiva, categórica, de toda sociedad.
¿Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta: no; la autoridad del hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser expresión de justicia y de verdad. La voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse aquélla, de una parte, a des- cubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.
No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional reúne esas condiciones: si la voluntad de los mi- nistros interviene o no en la declaración y en la interpretación de la ley; si nuestros diputados, en sus debates, se preocupan más de convencer por la razón que de vencer por el número.
Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido. Sin embargo, de ser exacta esa idea, ve- mos que los pueblos orientales estiman justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y según la opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; que en la Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; que Luis XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba El Estado soy yo; que Napoleón reputaba como cri- men de Estado la desobediencia a su voluntad. La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues, siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido des- envolviéndose y determinándose más y más hasta llegar al esta- do en que hoy la concebimos. ¿Pero puede decirse que ha llega- do a su última fase? No lo creo; y como el obstáculo final que se opone a su desarrollo procede únicamente de la institución de la propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder público y consumar la revolución debemos atacar esa misma institución.
¿Es justa la desigualdad política y civil? Unos responden, sí; otros, no. A los primeros contestaría que, cuando el pueblo abolió todos los privilegios de nacimiento y de casta, les pare- ció bien la reforma, probablemente porque los beneficiaba. ¿Por qué razón, pues, no quieren hoy que los privilegios de la fortu- na desaparezcan como los privilegios de la jerarquía y de la sangre? A esto replican que la desigualdad política es inherente a la propiedad, y que sin la propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuestión planteada se resuelve en la de la propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observación: Si queréis implantar la igualdad política, abolid la propiedad; si no lo hacéis, ¿por qué os quejáis?
¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacila- ción: "Sí, la propiedad es justa". Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno con- vencimiento: "No". También es verdad que dar una respuesta bien fundada no era antes cosa fácil; sólo el tiempo y la expe- riencia podían traer una solución exacta. En la actualidad esta solución existe: falta que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
He aquí cómo he de proceder a esta demostración:
I. - No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas las razones alegadas en favor de la propie- dad, y me limito a investigar el principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio está fielmente expresado por la propiedad. Defendiéndose como justa la propiedad, la idea, o por lo menos el propósito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad sólo se ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia debe aparecer bajo una fórmula algebraica. Por este método de examen llegaremos bien pronto a reconocer que todos los razonamientos imaginados para de- fender la propiedad, cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la nega- ción de la propiedad. Esta primera parte comprende dos capí- tulos: el primero referente a la ocupación, fundamento de nues- tro derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y de desigualdad social. La conclusión de los dos capítulos será, de un lado, que el derecho de ocupación impide la propiedad, y de otro, que el derecho del trabajo la destruye.
II. - Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la razón categórica de igualdad, he de investigar por qué, a pesar de la lógica, la igualdad no existe. Esta nueva labor comprende también dos capítulos: en el primero, considerando el hecho de la propiedad en sí mismo, investigaré si ese hecho es real, si existe, si es posible; porque implicaría contradicción que dos formas sociales contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una y otra conjuntamente. Entonces comprobaré el fenómeno singular de que la propiedad puede manifestarse como accidente, mientras como institución y principio es imposible matemáticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet consecutio, del hecho a la posibilidad la consecuencia es buena, se encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.
Finalmente, en el último capítulo, llamando en nuestra ayu- da a la psicología y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondré el principio de lo justo, su fórmula, su carác- ter: determinaré la ley orgánica de la sociedad; explicaré el ori- gen de la propiedad, las causas de su establecimiento, de su larga duración y de su próxima desaparición; estableceré defi- nitivamente su identidad con el robo; y después de haber de- mostrado que estos tres prejuicios, soberanía del hombre, des- igualdad de condiciones, propiedad, no son más que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son recíprocamente con- vertibles, no habrá necesidad de esfuerzo alguno para deducir, por el principio de contradicción, la base de la autoridad y del derecho. Terminará ahí mi trabajo, que proseguiré en sucesivas publicaciones.
La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los ánimos.
"La propiedad -dice Ennequín- es el principio creador y conservador de la sociedad civil... La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar nun- ca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado estén de ello bien convencidos, que de la solución del problema sobre si la propiedad es el principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o como efecto, de- pende toda la moralidad, y por esa misma razón, toda la auto- ridad de las instituciones humanas."
Estas palabras son una provocación a todos los hombres que tengan esperanza y fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de la igualdad es hermosa, nadie ha recogido todavía el guante lanzado por los abogados de la propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La falsa sabiduría de una jurisprudencia hipócrita y los aforis- mos absurdos de la economía política, tal como la propiedad la ha formulado, han obscurecido las inteligencias más potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos de la liber- tad y de los intereses del pueblo que ¡la igualdad es una quime- ra! ¡A tanto llega el poder que las más falsas teorías y las más mentidas analogías ejercen sobre ciertos espíritus, excelentes bajo otros conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general! La igualdad nace todos los días, fit oequalitas. Soldados de la libertad, ¿desertaremos de nuestra bandera en la víspera del triunfo?
Defensor de la igualdad, hablaré sin odio y sin ira, con la independencia del filósofo, con la calma y la convicción del hombre libre. ¿Podré, en esta lucha solemne, llevar a todos los corazones la luz de que está penetrado el mío, y demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la espada es porque debía triunfar con el de la razón?
NOTAS
1 En griego skepticoos, examinador, filósofo que hace profesión de buscar la verdad.
2 La religión, las leyes y el matrimonio eran privilegio de los hombres libres, y, en un principio, solamente de los nobles, Dei majorum gentium, dioses de las familias patricias: jus gentium, derecho de gentes, es decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constituían familia. Sus hijos eran considerados como cría de los animales. Bestias nacían y como bestias habrían de vivir.
3 Si el jefe del Poder Ejecutivo es responsable, los diputados deben serlo también. Es asombroso que esta idea no se le ocurriese jamás a nadie; sería tema para una tesis interesante. Pero declaro que, por nada del mundo, yo quisiera sostenerla: el pueblo es todavía demasiado gran típico para que yo le dé materia para extraer algunas consecuencias.
4 Véase Tocqueville, De la Démocratie aux Etats-Unis, y Michel Chevallier, Lettres sur l'Amérique du Nord. Se ve en Plutarco, Vida de Pericles, que en Atenas las gentes honradas estaban obligadas a ocultarse para instruirse, por miedo a aparecer como aspirantes a la tiranía.
5 "La soberanía, según Toullier, es la omnipotencia humana". Definición materialista: si la soberanía es algo, es un derecho, no una fuerza o facultad. ¿Y qué es la omnipotencia humana?