Derechos 2005 Aleida March, Centro de Estudios Che Guevara y Ocean Press. Reproducido con su permiso. Este material no se debe reproducir sin el permiso de Ocean Press. Para mayor información contactar a Ocean Press a: [email protected] o a través de su sitio web en www.oceanbooks.com.au
objetos curiosos
La batea donde iba la moto hacía agua por todos sus poros. Volaban mis sueños a lo lejos mientras me inclinaba rítmico sobre la bomba, desagotando la sentina. Un médico que volvía de Peulla y que viajaba en la lancha encargada de hacer el transporte de pasajeros de un lado a otro del lago Esmeralda, pasó al armatoste que a ella iba amarrado y donde nosotros pagábamos nuestros pasaje y el de la Poderosa con el sudor de las frentes. Un gesto extraño se dibujó en su rostro al vernos tan atareados en desagotar la embarcación, desnudos y casi bañados en el barro aceitoso de la sentina.
Habíamos encontrado a varios médicos de gira en aquel punto y consecuentemente les dimos una conferencia sobre leprología, bien condimentada, lo que provocó la admiración de los colegas trasandinos que no cuentan con esta enfermedad entre sus problemas, de modo que no sabían una papa de lepra y de leprosos y confesaron honestamente no haber visto ninguno en su vida. Nos contaron del lejano leprosorio de la Isla de Pascua, donde había un número ínfimo de ellos, pero era una isla deliciosa, acotaron, y nuestro yo “científico” comenzó a elucubrar sobre la isla famosa. Con toda discreción el médico nos ofreció lo que necesitáramos, dado el “viaje tan interesante que hacen ustedes”, pero en esos días felices del sur chileno teníamos el estómago lleno y las caras blandas todavía y sólo le pedimos alguna recomendación para entrevistar al presidente de la Sociedad de Amigos de la Isla de Pascua, que vivía en Valparaíso, donde ellos residían; por supuesto, accedieron encantados.
Llegó a término el viaje en Petrohué y nos despedimos de todo el mundo, pero antes debimos posar para unas negritas brasileñas que nos adjuntaron a su álbum de recuerdos del sur de Chile y para una pareja de naturales de quién sabe qué país de Europa que tomaron muy ceremoniosamente nuestras direcciones para mandar las copias de las fotos. En ese pueblito había un personaje que deseaba llevar una rural hasta Osorno, que era también nuestra meta, y me propuso el asunto a mi. Mientras Alberto me enseñaba a todo vapor algo sobre cambios de marcha, iba con todo empaque a hacerme cargo de mi puesto. Como en una película de dibujos animados, salí literalmente a los saltos detrás de Alberto que iba en la moto. Cada curva era un suplicio: freno, embrague, primera, segunda, mamáaa. El camino transcurría por un paraje precioso, bordeando el lago Osorno, con el volcán del mismo nombre por centinela, pero no estaba en condiciones, en la accidentada ruta, de darle charla al paisaje. Sin embargo, el único accidente lo sufrió un chanchito que empezó a correr delante del coche, en una bajada y cuando todavía no estaba muy práctico en ese asunto de freno y embrague.
Llegamos a Osorno, pechamos en Osorno, nos fuimos de Osorno; siempre al norte ahora pasando por la deliciosa campiña chilena, parcelada, aprovechada toda, en contraste con nuestro sur tan árido. La gente, sumamente amable, nos acogía con mucha amabilidad en todos lados. Al fin llegamos al puerto de Valdivia, un día domingo. Mientras paseábamos por la ciudad acertamos a pasar por el Correo de Valdivia, donde nos hicieron un reportaje muy amable. Valdivia festejaba su cuarto centenario y nosotros dedicamos a la ciudad nuestro viaje como homenaje al gran conquistador cuyo nombre llevaba. Allí nos hicieron escribir una carta para Molinas Luco, el alcalde de Valparaíso, preparándolo para el gran pechazo de la Isla de Pascua.
En el puerto, atiborrado de mercaderías muchas de ellas extrañas a nosotros, en el mercado donde también se vendían comestibles diferentes, en las casitas de madera de los pueblitos chilenos y en la indumentaria especial de sus huasos15 se palpaba ya algo totalmente diferente a lo nuestro y algo típicamente americano, impermeable al exotismo que invadió nuestras pampas, tal vez porque la inmigración sajona de Chile no se mezcla y mantiene entonces la pureza completa de la raza aborigen que en nuestro suelo está prácticamente perdida.
Pero con todas las diferencias de costumbres y de giros idiomáticos que nos distinguen del hermano delgado del Ande, hay un grito que parece internacional, el “dale agua”, con que saludaban la aparición de mis pantalones por media pantorrilla, lo que no era en mi una moda sino herencia de un dadivoso amigo de menor talla.
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