Anton PANNEKOEK  - Los Consejos Obreros

 

 

Capítulo segundo:
La lucha

 

1. El Sindicalismo

Debemos considerar ahora la tarea que espera a la clase trabajadora cuando tome en sus manos la producción y comience a organizarla. Para llevar a cabo la lucha es necesario ver el fin que perseguimos en forma clara y distinta. Pero la lucha, la conquista del poder sobre la producción, es la parte principal y mas difícil de la tarea. Durante esta lucha se crearan los consejos obreros.

No podemos prever exactamente las formas futuras de la lucha que libraran los trabajadores por la libertad. Esas formas dependen de condiciones sociales y deben cambiar junto con el creciente poder de la clase trabajadora. Sera necesario, por lo tanto, examinar cómo hasta ahora (ha) luchado abriéndose camino hacia arriba, adaptando sus modos de acción a la variación de las circunstancias. Sólo aprendiendo de la experiencia de nuestros predecesores y considerándola en forma crítica seremos capaces, a nuestro turno, de enfrentar las exigencias de la hora. En toda sociedad que depende de la explotación de una (clase) trabajadora por parte de una clase dirigente, hay una continua lucha acerca de la división del producto total del trabajo, o, en otras palabras: acerca del grado de explotación. Así, la época medieval y también los siglos posteriores estan llenos de incesantes luchas y furiosas batallas entre terratenientes y granjeros. Al mismo tiempo, vemos la lucha de la naciente clase burguesa contra la nobleza y la monarquía, para conquistar el poder sobre la sociedad. Este era un tipo diferente de lucha de clases, vinculado con el surgimiento de un nuevo sistema de producción que procedía del desarrollo de la técnica, la industria y él comercio. Se libró entre los dueños de la tierra y los dueños del capital, entre el sistema feudal que declinaba y el sistema capitalista que surgía. En una serie de convulsiones sociales, de revoluciones y guerras políticas, en Inglaterra, en Francia y consecutivamente en otros países, la clase capitalista obtuvo el dominio completo sobre la sociedad.

La clase trabajadora bajo el capitalismo tiene que realizar ambos tipos de lucha contra el capital. Debe mantener una lucha continua para mitigar la pesada presión de la explotación, para aumentar los salarios, para ampliar o mantener su parte en el producto total. Además, al ir adquiriendo mayor fuerza, tiene que conquistar dominio sobre la sociedad para derrocar al capitalismo e instaurar un nuevo sistema de producción.

Cuando por primera vez, a comienzos de la Revolución Industrial en Inglaterra, se introdujeron las máquinas de hilar y luego de tejer, nos enteramos de que los trabajadores sublevados destruyeron las máquinas. No eran obreros en el sentido moderno, no eran asalariados. Eran pequeños artesanos, que antes vivían en forma independiente y luego se vieron reducidos a la inanición por la competencia de las máquinas que producían a bajo precio, y trataron en vano de eliminar la causa de su miseria. Con posterioridad, cuando ellos con sus hijos se transformaron en obreros asalariados que manejaban las máquinas, su posición fue diferente. Lo mismo ocurrió con una multitud de hombres provenientes del campo, que durante el siglo XIX, de creciente industrialización, se amontonaron en las ciudades, atraídos por lo que les parecía buenos salarios. En la época contemporánea son cada vez más los hijos de los trabajadores los que llenan las fábricas.

Para todos ellos es de inmediata necesidad la lucha por obtener mejores condiciones de trabajo. Los empleadores, bajo la presión de la competencia, para aumentar sus ganancias, tratan de rebajar los salarios y de aumentar las horas de trabajo en la medida de lo posible. Al comienzo los trabajadores, indefensos por la coacción del hambre, tuvieron que someterse en silencio. Luego estalló la rebelión en la única forma posible, que era rehusarse al trabajo, es decir, la huelga. En la huelga los trabajadores descubren por primera vez su fuerza, en la huelga surge su poder de lucha. De la huelga nace la asociación de todos los trabajadores de la fábrica, de la rama de industria, del país. De la huelga brota la solidaridad, el sentimiento de fraternidad con los camaradas de trabajo, de unidad con toda la clase: el primer despuntar de lo que algún día será el sol dador de vida de la nueva sociedad. La ayuda mutua, que al comienzo aparece en colectas de dinero espontáneas y esporádicas, toma pronto la forma duradera del sindicato[l].

Para que haya un buen desarrollo del sindicalismo se requieren ciertas condiciones. El áspero terreno de la ilegalidad, de la arbitrariedad policial y de las prohibiciones, heredadas en su mayor parte de épocas precapitalistas, debe alisarse antes de poder erigir en él sólidos edificios. Habitualmente los trabajadores mismos tuvieron que procurarse estas condiciones. En Inglaterra fue la campaña revolucionaria del Cartismo; en Alemania, medio siglo después, fue la lucha de la Socialdemocracia, que al imponer el reconocimiento social de los trabajadores echó los fundamentos del desarrollo de los sindicatos.

En la actualidad se constituyen fuertes organizaciones que incluyen a los trabajadores del mismo ramo en todo el país y tienen conexiones con otros ramos, e internacionalmente con sindicatos de todo el mundo. El pago regular de elevadas cuotas proporciona considerables fondos que permiten apoyar a los huelguistas, cuando hay que forzar a los capitalistas, poco dispuestos a ello, a conceder condiciones decentes de trabajo. Se designa como funcionarios asalariados a los más capaces de los compañeros, a veces víctimas de la cólera del enemigo a raíz de batallas anteriores que libraron, y éstos, como portavoces independientes y externos de los trabajadores, pueden negociar con los empleadores capitalistas. Mediante la huelga realizada en el momento oportuno y apoyada por todo el poder del sindicato, y mediante las negociaciones subsiguientes, pueden lograrse acuerdos para obtener salarios mejores y más uniformes y horarios de trabajo más llevaderos, en la medida en que estos últimos no estén aún fijados por la ley.

Así, los trabajadores ya no son individuos inermes, forzados por el hambre a vender su fuerza de trabajo a cualquier precio. Están ahora protegidos por su sindicato, por el poder de su propia solidaridad y cooperación. En efecto, cada miembro no sólo da parte de sus ingresos para los compañeros, sino que está también dispuesto a arriesgar su trabajo para defender la organización, o sea, su comunidad. Por consiguiente, se alcanza un cierto equilibrio entre el poder de los empleadores y el de los trabajadores. Las condiciones de trabajo ya no están dictadas por intereses capitalistas todopoderosos. Se reconoce gradualmente a los sindicatos como representantes de los intereses obreros; aunque siempre es necesario volver a luchar, los sinndicatos se transforman en un poder que participa en las decisiones. No en todos los ramos de la industria, seguramente, y no a la vez en todas partes. Habitualmente los artesanos especializados son los primeros en constituir sus sindicatos. Las masas no especializadas de las grandes fábricas, que se enfrentan con empleadores más poderosos, ocupan en general el segundo lugar; sus sindicatos comenzaron a menudo con súbitos estallidos de grandes luchas. Y contra los dueños monopolistas de empresas gigantescas los sindicatos tienen pocas posibilidades; estos capitalistas todopoderosos desean ser dueños absolutos, y en su arrogancia difícilmente permiten ni siquiera los sindicatos amarillos serviles.

Aparte de esta restricción, y aun suponiendo que el sindicalismo esté plenamente desarrollado y controle toda la industria, esto no significa que se ha abolido la explotación, que se ha reprimido al capitalismo. Lo que se ha reprimido es la arbitrariedad del capitalista individual; lo que se ha abolido son los peores abusos de la explotación. Y esto interesa además a los grupos capitalistas -para protegerlos de una competencia desleal- y al capitalismo en general. Mediante el poder de los sindicatos se normaliza el capitalismo; se establece universalmente una cierta norma de explotación. Una norma de salarios, que satisfaga las exigencias vitales más modestas, de modo que los trabajadores no se vean empujados una y otra vez a rebelarse por hambre, es cosa necesaria para que la producción no se interrumpa. Una norma de horas de trabajo que no sea totalmente agotadora de la vitaÍidad de la clase trabajadora -aunque la reducción de horario se neutraliza en gran medida por la aceleración del ritmo y el esfuerzo más intenso-, es cosa necesaria para el capitalismo mismo, para preservar en condiciones de uso a una clase trabajadora como base de la explotación futura. Fue la clase trabajadora la que mediante su lucha contra la mezquina avidez del capitalista tuvo que establecer las condiciones del capitalismo normal. Y tiene que volver a luchar sin cesar para preservar ese incierto equilibrio. En esta lucha los sindicatos son los instrumentos. Por lo tanto, los sindicatos cumplen una función indispensable en el capitalismo. Los empleadores de mentalidad limitada no perciben este hecho, pero sus líderes políticos, de más amplias miras, saben perfectamente que los sindicatos son un elemento esencial del capitalismo, que sin ellos como normalizador el capitalismo no está completo. Aunque los sindicatos son producto de la lucha de los trabajadores y se mantienen mediante el sufrimiento y los esfuerzos de éstos, son al mismo tiempo órganos de la sociedad capitalista.

Con el desarrollo del capitalismo, sin embargo, las condiciones se volvieron gradualmente más desfavorables para los trabajadores. El gran capital crece, siente su poder y desea ser dueño en su casa. Los capitalistas también han aprendido a percibir el poder de la asociación; se organizan en sindicatos de empleadores. Así, en lugar de la igualdad de fuerzas surge un nuevo influjo del capital. Las huelgas (se contrarrestan) con paros patronales (lock-outs) que drenan los fondos de los sindicatos obreros. El dinero de los trabajadores no puede competir con el de los capitalistas. En las negociaciones acerca de salarios y condiciones de trabajo los sindicatos constituyen más que nunca la parte más débil, porque tienen que temer, y por ende deben tratar de evitar las grandes luchas que agotan las reservas y con ello ponen en peligro la existencia segura de la organización y de sus funcionarios. En las negociaciones los funcionarios sindicales tienen que aceptar a menudo una disminución de sus exigencias para evitar la lucha. Para ellos esto es inevitable y evidente por sí mismo, porque comprenden que al cambiar las condiciones ha disminuido el poder relativo de lucha de su organización.

Sin embargo, para los trabajadores no es evidente que tengan que aceptar en silencio condiciones más duras de trabajo y de vida. Los trabajadores desean luchar. Así surge una contradición de puntos de vista. Los funcionarios parecen tener de su lado el sentido común; saben que los sindicatos están en posición desventajosa y que la lucha debe dar por resultado la derrota. Pero los trabajadores sienten por instinto que hay aún ocultos en las masas grandes poderes de lucha; bastaría con que supieran hacer uso de ellos. Comprenden correctamente que al ceder una y otra vez su posición tiene que empeorar, que esto sólo puede impedirse luchando. Deben surgir entonces conflictos en los sindicatos entre los funcionarios y los miembros. Los miembros protestan contra los nuevos (laudos) salariales, favorables a los empleadores; los funcionarios defienden los acuerdos logrados mediante largas y difíciles negociaciones y tratan de hacerlos ratificar. Por lo tanto, tienen que actuar a menudo como portavoces de los intereses capitalistas contra los intereses de los trabajadores. Y puesto que son quienes influyen en el manejo de los sindicatos al volcar de su lado todo el peso del poder y la autoridad, puede decirse que en sus manos los sindicatos se transforman en órganos del capital.

El desarrollo del capitalismo, el aumento del número de trabajadores, la urgente necesidad de asociación, hacen que los sindicatos se transformen en organizaciones gigantescas que requieren un equipo cada vez mayor de funcionarios y líderes. Estos llegan a constituir una burocracia que administra todo el negocio, un poder dominante sobre los miembros, porque tienen en sus manos todos los factores de poder. Como expertos preparan y manejan todos los asuntos, administran las finanzas y la inversión del dinero con diferentes propósitos, son directores de los diarios sindicales, mediante los cuales pueden imponer sus propias ideas y puntos de vista a los miembros. Prevalece una democracia formal: los miembros en sus asambleas, los delegados elegidos en los congresos, tienen que decidir, así como el pueblo decide la política en el parlamento y el Estado. Pero las mismas influencias que hacen que el parlamento y el Estado se transformen en señores del pueblo, operan también en estos parlamentos del trabajo. Estos transforman a la burocracia alerta de funcionarios expertos en una especie de gobierno sindical, que maneja a los miembros absorbidos por su trabajo y preocupaciones diarias. A éstos se les pide no solidaridad, que es la virtud proletaria, sino disciplina y obediencia a las decisiones. Así surge una diferencia de punto de vista, un contraste de opiniones respecto de diversas cuestiones. Ese contraste se ve fortalecido por la diferencia que existe en lo que respecta a condiciones de vida: la inseguridad de trabajo de los obreros, siempre amenazado por las fuerzas de la depresión y por el desempleo, en contraste con la seguridad que necesitan los funcionarios para manejar adecuadamente los asuntos sindicales.

Fue tarea y función del sindicalismo, mediante su lucha mancomunada, sacar a los trabajadores de su desesperada miseria y conquistar para ellos un lugar reconocido en la sociedad capitalista. El sindicalismo tuvo que defender a los trabajadores contra la explotación cada vez mayor por parte del capital. Ahora, cuando el gran capital se consolida más que nunca en un poder monopolista de los bancos y de los intereses industriales, esta función anterior del sindicalismo (ha terminado). Su poder resulta escaso en comparación con el formidable poder del capital. Los sindicatos son ahora organizaciones gigantes, con su lugar reconocido en la sociedad; su posición está reglamentada por la ley, y los acuerdos de las comisiones que laudan acerca de los salarios tienen fuerza legal coactiva para toda la industria. Sus líderes aspiran a formar parte del poder que rige las condiciones industriales. Ellos son el aparato mediante el cual el capital monopolista impone sus condiciones a toda la clase trabajadora. Para este capital, ahora todopoderoso, es normalmente mucho más preferible disfrazar su dominio en formas democráticas y constitucionales, que mostrado en la desnuda brutalidad de la dictadura. Las condiciones de trabajo que el capital considera adecuadas para los trabajadores serán aceptadas y obedecidas mucho más fácilmente en forma de acuerdos celebrados por los sindicatos que en forma de dictados impuestos con arrogancia. En primer lugar, porque a los trabajadores les queda la ilusión de que son dueños de sus propios intereses. En segundo lugar, porque todos los vínculos de adhesión, que como su propia creación, la creación de sus sacrificios, de su lucha, de su exaÍtación, hacen que los sindicatos sean queridos para los trabajadores, están ahora al servicio de los dueños. Así, en las condiciones actuales los sindicatos se han transformado más que nunca en órganos del dominio del capital monopolista sobre la clase trabajadora.

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[1] El idioma inglés expresa la diferencia entre trade unions y syndicates, aunque ambos se traducen, generalmente, por sindicatos. Los primeros son organizaciones de mera defensa de los derechos económicos; los otros, que aparecieron particularmente en los países latinos, se pretendían una especie de intento de organización obrera para cambiar la sociedad. En todo este capítulo se habla de la forma trade unions. Subrayaremos aun que, en el inglés corriente, el término syndicate designa a los sindicatos patronales.

 


Last updated on: 5.30.2011